miércoles, 24 de mayo de 2017

Ser uno mismo a pesar de las etiquetas


Ser uno mismo puede parecer un ejercicio muy sencillo o muy difícil según se mire, sobre todo en lo que se refiere a los demás. Cuando los que nos rodean nos dejan campar a nuestras anchas y viven preocupados por vicisitudes propias en vez de ajenas, hacer el mono puede ser un camino de rosas. En cambio, cuando la gente se empeña en apuntar con el dedo o vivir a costa de estereotipos y prejuicios, la cosa se pone chunga, más que nada porque hay que darle al interruptor -desenvainar se ha quedado obsoleto- de la espada láser y liarse a mandobles.
Seguramente ahora saltarán a la palestra maminazis de todos los puntos cardinales pidiendo un poco de decoro (¡Shhhh! ¡Román, mide tus palabras! ¡Un poco de responsabilidad! ¡Di no a la violencia!), a las que haré caso omiso para seguir con mi lucha intergaláctica. No obstante y para no derramar mucha sangre, calmaré los ánimos haciéndoles saber que soy más partidario de las zascas, el cinismo y la sorna, que de amputar miembros (viriles o no). Para el que no quiera ponerse en modo guerrero ninja, que al menos se ría.


No sé qué hay de malo en decir ciertas cosas... Parece que últimamente todo debe ser suavizado, dulzón, inocuo, deslavazado. Y como sigamos así, llegaremos a un punto sin retorno en el que nos dejaremos avasallar por las masas, perderemos la identidad, y, más que sosos, nos dejaremos marchitar en pro del buenismo, el intervencionismo y la sociedad de la postura y el desamparo.
¡Qué pijo! ¡Yo soy quien soy! Un poco de aquí, otro poco de allá, un poco por delante y otro poco por detrás. También deslenguado y un poquito canalla. Pero lo peor de todo sería que se dejaran guiar por las apariencias, por habladurías, por estas palabras que escribo, este aire circense, y no me dieran una oportunidad. He ahí la libertad para conocerse, para opinar y, si no cuaja, dejarse de hablar (¡Aguantarse nunca! ¡Sufrirnos jamás!).


Es por ello que será preferible practicar ese ejercicio tan saludable de dejar entrar a todos aquellos que hemos juzgado sin dilación y tachado de esto o lo otro, que arrinconarlos a tenor de unas siglas mal llevadas, un comentario poco afortunado o coincidencias que parecen otra cosa.
Y si no quedan convencidos por mis palabras les invito a leer uno de esos libros que gustan a todo el mundo (incluido yo mismo..., ¡será que en el fondo soy un comercial y un sentimental!). Rojo. Historia de una cera de colores de Michael Hall y editado por Takatuka, es una metáfora en forma de álbum con la que muchos nos sentimos identificados. La sociedad y sus presiones, etiquetas y sambenitos, las oportunidades que nos brindan los aperturistas, toques de humor con sabor agridulce, y detalles que amplían la historia (¿se han fijado en las guardas?) son buenas bazas para una historia que sabe abrirse camino por sí sola sin efectismo y sinceridad.


A mí me gusta. Espero que a usted también. Y si no, tan amigos.

2 comentarios:

miriabad dijo...

Lo imprevisible, lo sorprendente siempre es mágico. Romper las expectativas es mágico. ¿Las etiquetas son para romperlas, o para oponerse a ellas, o para escondernos? En cualquier caso, el primer camino es conocernos, valorarnos. Lo demás, ya llegará.
¡qué buena pinta tiene este libro!

Román Belmonte dijo...

El atractivo de lo imprevisibles, querida Miriam. ¡Un abrazo y no gastes mucho en libros!