miércoles, 5 de junio de 2019

De trastos y segundas oportunidades



Junio ha entrado en nuestras vidas y muchos aprovechan para hacerle un lavado de cara a sus hogares. Albañiles, cristaleros, pintores, carpinteros, fontaneros o alicatadores se afanan para hundir tabiques, cambiar tuberías, cambiar azulejos, tomar medidas de los muebles de la cocina, y eliminar el gotelé o el papel pintado de las paredes (¡Qué modas tan incómodas).
Sí, sí, sé del estrés que conllevan todas las obras, de los ataques de nervios a los que te ves expuesto, de las broncas con los obreros, con tu pareja y con el Dios que lo fundó. De las enormes diferencias entre presupuestos, de los plazos aplazados y de las toneladas de mierda que hay que limpiar… No obstante, no sé qué es peor, si dejar el trajín a los supuestos profesionales o remangarse la camisa y comértelo y guisártelo tú solito.
Un servidor a veces se encuentra con ánimos y se pone de chapuzas, y tras mucho trabajo (el que piense que estas cosas son caras, que se ponga él/ella al quite y empezará a valorar) y más de un error, jura y perjura que nunca más, que quizá uno se ahorre la mano de obra, pero no las sesiones en el fisioterapeuta que palien el dolor de riñones.


Aparte de las grandes intervenciones de interiorismo tenemos la limpieza primaveral (o veraniega, como es mi caso), una serie de operaciones en las que ponemos la casa patas arriba y empezamos a recolocar y eliminar trastos de todo tipo. De esta manera hacemos más habitables unas cuevas que durante todo el año se han ido rellenando de ácaros, polen y otros materiales en suspensión. He aquí mi gran problema, pues el leve síndrome de Diógenes que padezco, me impide tirar a la basura montones de cosas inútiles en las que siempre encuentro una razón emocional que me lo impide.
Empezando por libros y terminando por apuntes universitarios, lámparas viejas, ventiladores descacharrados, dibujos, arena de playa, e incluso piedras, mi hogar está lleno de todo tipo de chucherías inservibles que bien merecen un contenedor. Siempre encuentro razones para conservarlos, de las que la más socorrida es “¿Y si un día me sirve para algo?”


Ese es el espíritu de las tres erres (ya saben: reducir, reciclar y reutilizar), que en casos como este elevo a ene. Será que encuentro mucho romanticismo en darle segundas y terceras oportunidades a los enseres, a los objetos. Mesas que fueron ventanas, cabeceros que fueron biombos, marcos que fueron espejos, o maceteros que fueron tazas pululan por mi casa. Y a este punto es al que deseaba llegar, pues el libro de hoy nos habla de todo esto.
La sillita azul, un álbum escrito por Cary Fagan e ilustrado por Madeline Kloepper (editorial Juventud) es de esos libros que hablan por sí solos. Cuenta la historia de la silla de Nico. Él crece y la silla, inservible ya, va pasando de mano en mano, dando servicio a multitud de personas que encuentran en ella utilidad. Al mismo tiempo, esa silla, cambia de color y fisionomía, como un viajero que se llena de experiencias.


De este libro circular (cierra ese ciclo un relevo similar), hay dos cosas que me han encantado. Por un lado nos cuenta historias del día a día (¿Quién no ha heredado unos pantalones de su primo? ¿Y los libros de texto del vecino? ¿Y el móvil de su padre?), y por otro hace gala de un recurso que abunda en la Literatura Infantil -sobre todo en muchos cuentos tradicionales del romanticismo como La tetera o El soldadito de plomo-, en los que el autor insufla vida a los objetos para hacer un símil con la vida humana, una que puede mutar y enriquecerse a cada paso.


1 comentario:

elena detalleres dijo...

My buena pinta! y por supuesto R que R.
Reducir, Reciclar y Reutilizar...