martes, 3 de noviembre de 2020

¿Amor fraternal?


Últimamente me topo con muchos hijos únicos. No es de extrañar pues los tiempos han cambiado y con uno sobra para saber qué es la paternidad. Resumiendo: la gente tiene otras prioridades que alimentar y son más viejos para pencar. 
La mayor parte de estos hijos aducen que no echan de menos eso de los hermanos (más que nada porque nunca se puede echar de menos lo que no se ha tenido), pero sí confiesan otras desventajas propias de la exclusividad, léanse el sobre-proteccionismo y la soledad. 


Como yo sí tengo, puedo opinar de lo fraternal, ese estado civil en el por cojones tienes que compartir. Ropa, baño, desayuno, merienda y cena, médico, profesores y hasta padres. Estos últimos se hartan de rezar que a los hijos hay que tratarlos por igual, pero el tiempo pasa y nos subraya que lo que necesitan son las mismas oportunidades, porque si bien es cierto que la estrategia es más cómoda para los progenitores, no es la más plausible para los vástagos… 
Ya sé que administrar (in)justicia es bastante difícil, pero más lo es sufrirla –sobre todo sin una buena explicación-, y muchas de las veces esta es la causante de las desavenencias entre hermanos, más si cabe cuando la edad se abre paso, los intereses van cambiando y, postizos y contrarios irrumpen sobre el escenario. 


Sí, crecemos y todo se complica, sobre todo porque los engranajes van desgastándose. Rifirrafes y reproches, traumas no resueltos y partidos de ping-pong, envidias cochinas y tretas de poder, culpas, chantajes y toda una suerte de chanzas son el pan de cada día para alimentar unas disputas que probablemente se solucionarían con echarse un poco de menos (¡Que corra el aire, por favor!). 
A pesar de todo siempre queda el cariño de la infancia, que en aras del recuerdo, aporta algo de luz al panorama familiar. Cerramos los ojos, tragamos saliva, olvidamos lo malo y recordamos lo bueno. Los juegos y las tardes, los viajes y las velas, esguinces y varicelas, muñecos de nieve, castañas y parchís. 


Y así llego a Ahora jugamos a que somos monos, un libro de Barbro Lindgren (editorial Niño), un lugar al que nos podemos acercar para recordar (siempre se lo pueden regalar a sus hermanos) o conocer (lo digo por los hijos únicos) que es eso del amor fraternal. Un libro sencillo y honesto donde se ponen de manifiesto las correrías y la relación tan especial que se desarrolla entre dos pequeños que comparten espacio y tiempo. 
De esta forma y poco a poco comienzan a editarse en castellano algunas de las obras de la escritora sueca que, octogenaria ya, ha escrito decenas de obras infantiles (muy pocas ilustradas por ella misma, como esta que aquí traemos del año 1971 pero de factura muy actual) que le han hecho merecer el ALMA (Memorial Astrid Lindgren).

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