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miércoles, 5 de marzo de 2008

Realidades literarias


Estos días vacacionales han sido bastante fructíferos, y para que usted, lector, valore, le expondré mis andanzas en orden cronológico: he disfrutado del Carnaval -inevitablemente-, aunque con ello me he provocado una pequeña dermatitis facial, he realizado actos impúdicos que bien me hubiesen costado la excomunión, el estudio ha sido uno de mis más fieles aliados –por suerte…-, la lectura tampoco me ha abandonado y he disfrutado de la compañía de personas que tenía algo aparcadas.
Como este espacio de subversión y poco amilanamiento no versa sobre los avatares sexuales de un servidor, ni acerca de los riesgos que conlleva memorizar los eones y períodos geológicos terrestres, dedicaremos las siguientes palabras a hablar de las lecturas que me han acompañado en estos días.
Cuando me encuentro en mi ciudad natal y se desata en mí un desorbitado deseo de estudiar, engancho el ato y dirijo los pasos a la Biblioteca del Depósito del Sol (recientemente inmortalizada en un sello de correos). Entre tema y tema aprovecho para recabar información sobre mis intereses literarios y, de repente, me encontré con un libro titulado Días de Reyes Magos de un tal Emilio Pascual, una sugerencia de lectura y una petición. Se me informó, previamente a la lectura, de que, la obra en cuestión, era casi un fetiche para el gremio de los bibliotecarios (NB: como en todas las familias laborales, los bibliotecarios adolecen de dos tipos de integrantes, aquellos con espíritu crítico, lectores devotos y buena disposición, y otros no tan bien dispuestos, vanidosos lectores y que no saben discernir los versos de Milton de los de la quinceañera del sexto). Pues bien, después de una óptima y rápida lectura (dos cualidades de agradecer al autor), devolví el texto con una subrayada opinión, que le intentaré parafrasear en las siguientes líneas. Es un libro medio, con un texto trabajado y algo denso en algunos aspectos, sobre todo en cuanto a vocabulario se refiere (teniendo en cuenta al público al que se dirige). La historia está bien llevada, es amena, vivaz y sabrosa. Esta oda al libro en particular y la Literatura en general, narra los especiales acontecimientos que le suceden a un joven estudiante en su viaje iniciático por las páginas de su vida. Idiosincrasia y literatura, dos buenas amantes para hacer lector al que no lo es y mostrarle al ignorante la gran pérdida de lo que desconoce. Es cierto que la historia me ha gustado, con su sabor misterioso, profundo, con ciertos detalles de estilo muy conseguidos y su ambientación cosmopolita, pero cierto es del mismo modo, que adolece de un fin a su medida. Desde el momento en el que el protagonista abre el buzón y se da de bruces con la tramoya de ese camino recorrido, la narración pierde el encanto logrado: lo fantástico se vuelve burdo y lo irreal, manido. Como adenda, otras voces opinan que es palpable la deshumanización de los personajes, destacando que, tan lineales son las caracterizaciones que es difícil saber de las emociones y sentimientos que acompañan la acción. Léanlo y opinen libremente.


Por último, me huelga decir que, si bien estos libros defienden a ultranza el valor de las letras como verdadero cáliz del conocimiento y guía manifiesta en el camino de cada uno, existen otros que, por antagonismo, defienden el aprendizaje del individuo por sí mismo, desechando cuentos y libros que entorpecen el viaje, véase como ejemplo El príncipe que todo lo aprendió en los libros, creación de Jacinto Benavente. Léala también y concluirá su periplo entre estas dos propuestas como Isabel y Fernando: Tanto monta, monta tanto.

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