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miércoles, 19 de marzo de 2008

Robinsones


Es extraordinaria la capacidad del ser humano para inventar, para crear. Lo creo así por mi tendencia a investigar la arquitectura de las cosas: las formas, el funcionamiento, el color, las proporciones, su utilidad, etc. De igual forma, también soy algo vago, puesto que mis ideas, la mayor parte de las veces no se hacen tangibles (así es la naturaleza humana, lector).
Cierto es que las neuronas que se agolpan en mi testa no tienen ni un minuto de descanso a lo largo del día… siempre maquinando, siempre elucubrando. No es motivo de disgusto tanta actividad, pero a veces uno se cansa de tanta tontería y prefiere pintar de blanco esa pizarra y dedicarse a la tarea contemplativa, mucho más sui generis y obtusa, pero más relajante y saludable.
Pese a tanta ingeniería cerebral no me he dedicado al mundo del engranaje y las poleas, ni tampoco al de la delineación, no me dio por las letras, actividad creativa y sufrida, pero en cambio decidí tomar por bandera de mi intelecto el hermoso oficio de la ciencia, teórico modo de ordenar y sintetizar el conocimiento.
Es cierto que la investigación también bebe de las fuentes de la imaginación, pero las herramientas más comunes de ésta parten de la observación y estudio de los resultados en pos de leyes y teorías que se hacen extensivas al resto de la realidad.
De todos modos, la creatividad no me ha abandonado, muestra de ello tiene aquí mis palabras, que aunque burdas, bien valen ser leídas.

Esto de darle rienda suelta a la creación es algo innato en un servidor y no sólo trabajando con la sesera, sino con las manos, que eso de manipular se considera, antropológicamente, un elemento sine qua non del primate, teniéndolo algunos más desarrollado que otros. De ahí que valore tanto el oficio de cualquier artesano, dedicación poética del trabajo manual.
Haciendo caso omiso de todos esos aduladores que alaban la facilidad de manipulación de estas extremidades superiores, he reflexionado sobre el tema durante los últimos días llegando a la conclusión (espero que no esté equivocada) de que todavía se sigue admirando a las personas que son capaces de dar forma con sus manos a las ideas imaginadas por su mente. ¡Te alabamos Señor, porque, por primera vez, la actividad mental ha derrocado del pedestal a la tecnología creadora!
Hilando la sugerencia de lectura con esta cuestión, hoy abogaré por uno de los libros que hizo mella sobre la corteza de mi cerebro a temprana edad: Robinson Crusoe. Créame, me fascinó aquella voluntad testaruda, casi sobrehumana, bestial, simbolismo del resurgir de la raza humana. De cómo Robinson supo hacerle frente al vacío material inexistente y construir una vida a base de la nada y el tesón...

Cuando la planta tuvo ya espigas y maduró, ¡cuántas cosas necesité para encerrarla en un cercado y preservarla de los animales, para segarla, aventarla, ahecharla y encerrarla! Después de eso, me hizo falta un molino para moler, un tamiz para tamizar la harina, levadura y sal para hacerla fermentar, un horno para cocer el pan. Muchos instrumentos por un lado y muchos trabajos diferentes por el otro. Y, sin embargo, haré observar que me faltaron todos aquellos, pero yo no falté a ninguno de éstos.

A la postre, en mi madurez –si alguna vez la he tenido-, me seguiré preguntando si Crusoe sintió verdadera alegría al alejarse de la única vida de la que fue dueño, su vida en la isla.

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