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jueves, 13 de agosto de 2009

Una selva en el asfalto


Desde que dejé la adolescencia –eso espero, haberla dejado- me prometí no recolectar ni guardar más que lo necesario. Todavía no entiendo ese impulso primario que, como urracas, nos mueve a coleccionar lo menos pensado. Mecheros, llaveros, discos de vinilo, sellos, muñecas de porcelana o dedales, cualquier objeto que adopte mil formas y colores es susceptible de verse confinado en una vitrina o, en el peor de los casos, en una caja de zapatos donde las polillas pueden hacer su agosto.
Les he de confesar que un servidor tiene un síndrome de Diógenes un tanto particular… Además de libros –típica rareza entre los seres humanos-, también colecciono plantas. Lo más normal es que si lo hiciera con éstas bien prensaditas y colocadas en pliegos de papel de estraza, ocuparían el mínimo espacio posible, pero la manía que tengo es la de mantenerlas vivas, y eso, además de gasto añadido, implica un espacio considerable… Cogiendo esquejes de aquí y allí, pedigüeñeando a esta o aquella vecina, que si Doña Pilar me regala unos cactus, La Ascen aloes, o comprando alguna que otra, he conseguido recrear ese pedazo de selva amazónica donde nació el marsupilami. ¿Qué no conocen a este bello engendro del cómic? ¡Me enfadaré como no pongan pies en polvorosa hacia alguna biblioteca y disfruten de cualquier historia protagonizada por los buenos de Spirou y Fantasio!
Y sobre mi vergel, me pregunto ¿resistirá el frío invierno albaceteño? Ya veremos… A veces nos empeñamos en vano, en traer las imágenes de los libros a nuestra realidad…

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