A mi madre.
No hay nada en el mundo que haga más feliz a una madre que una buena fregona. Producto de inmediata necesidad a la par que invento español, la fregona ha hecho mucho bien a la humanidad… y también daño. ¿Qué me dicen de esos ancianos que han visto romperse su cadera por un suelo recién fregado? ¿Y de todos esos niños que se han quedado ciegos por el intenso brillo de los azulejos encerados? Si por las madres fuera, habría que hacerle una estatua al amoniaco, a la lejía, al jabón Lagarto®, el limpiacristales y al Mistol®, elixires químicos de los que se podría extraer, en conjunto, la cura para todos los males que asolan la Tierra. ¿Y el estropajo? Desde los comienzos, léase romanos y griegos, el estropajo era material esencial en cualquier cocina. De esparto o fibra verde, ha sido muy útil para nuestro progreso…, para eliminar la suciedad de cualquier superficie lisa (menaje, mármol u hormigón), acabar con las manos en carne viva o para ablandar los callos. Pero digan lo que digan, el instrumento de tortura favorito de una madre bien curiosa es el trapo del polvo. Leyenda viva de pulcritud y dar por culo, esa camiseta roída, vestigio de pasado a olvidar o trozo cualquiera de algodón convertido en ruinas de tanto sacar lustre, es la peor penitencia que se le puede infligir a un ser humano, más si cabe cuando tienes un mueble enorme en el salón atestado de chiches.
Son tantos los aspectos negativos de los aparejos de limpieza casera, que hasta inspiraron a mi admirado Arnold Lobel (¡qué contenta se va a poner mi seguidora Miriam!) para crear su obra El cerdito -recientemente editada en castellano por Kalandraka-… ¡Porque no vean lo que sufrió el pobre marrano por culpa de una aspiradora y una mujer empeñada en dejar como los chorros del oro un acogedor lodazal!
Tomo nota, Román. Este no lo he leído. Y sí, Lobel es MUY GRANDE en lo MUY PEQUEÑO. Muchas gracias. Saluditos, Miriam
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