Desde
los años setenta y ochenta, periodo en el que las ideas de progresismo
empezaron a afianzarse en una sociedad ávida de cambios que paliaran el
trasnochado mundo que la primera mitad del siglo XX había traído, la literatura
infantil vivió una pequeña revolución que ha sobrevivido hasta nuestros días.
Es
en el mundo de los cuentos de hadas donde se hacen más palpables estos cambios…
Los cuentos clásicos empiezan a sufrir una revisión por parte de diversos
autores que los adaptaron a la realidad cambiante, otorgándoles puntos de vista
más próximos a los problemas sociales de esos días (que podemos considerar
todavía vigentes) como eran el divorcio, la emancipación de la mujer, los
derechos humanos, el racismo, la xenofobia o la homofobia. Todos ellos candentes
y bajo la omnipresente mano de los libros de valores (un pesado lastre del que
todavía no se ha librado la LIJ del siglo XXI), tomaron forma en las
narraciones pre y postrománticas de Andersen, los hermanos Grimm o Perrault,
algo que en aquellos años se tomo como una novedad y que hoy, y bajo mi punto
de vista, me parece un gran despropósito. Desde la publicación de los Cuentos
políticamente correctos y otras obras propias de regímenes socialistas, algo ha
cambiado en la visión dogmática que durante tantos lustros ha imperado en el
mundo de los libros para niños y que soporta y ha soportado el yugo de la educación
buenista de la que tanto se alardea en colegios y centros de enseñanza
secundaria.
Tenemos
Caperucitas feministas que se comen al lobo con patatas, lo capan y lo queman
en una hoguera donde podría arder hasta el mismísimo diablo; también las
tenemos heroínas que no se dejan amedrentar ni por su abuela, ni por la madre
que las parió; deslenguadas y viciosas; vestidas de cuero, arnés y látigo; incluso
maquiavélicas, políticas y poderosas… (¡Hasta dónde hemos llegado!).
Los
cuentos clásicos, esos que Bruno Bettelheim desmenuzó en su psicoanálisis de
cuentos de hadas (una obra técnica de obligada e insufrible lectura… que todo
hay que decirlo…), tienen unos valores intrínsecos y la suficiente libertad
para que cada lector, cada oyente, capte la esencia necesaria y aprenda según
sus necesidades. Es por ello que se figura una genial estupidez añadir un
discurso de catequesis a un relato tradicional con moraleja (me recuerdan a
esos padres que hablan con voz de tontos a sus hijos mientras estos, en su
mente infantil que no estúpida, piensan que los primeros son completamente
gilipollas).
Lo
siento pero me gustan las Caperucitas Rojas de toda la vida, aunque se
presenten en nuevos formatos como los que la editorial Milimbo en su Little, Little Red Ridding Hood, ha
troquelado para los jóvenes lectores. Esas que inocentes y confiadas van a
visitar a su abuelita, cruzan el bosque, y se topan con un lobo hambriento y
malvado que, tras zamparse a la nieta y la abuela, es ajusticiado por un
valiente cazador.
Siento decirte que no opino como tu, las caperucitas de antes significaban ser comidas como bien has dicho, y luego salvadas por el cazador. Esto ha significado la represión de las mujeres a la espera de que nos salve un hombre del abismo o de nosotras mismas, los tiempos cambian y las mujeres tenemos más oportunidades, y ello deben reflejarlo los libros. Y si no echa un ojo a tu propio cuento (antes jamás se hubiera escrito un cuento infantil sobre ese tema). Una fiel admiradora tuya.
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