Siempre me ha llamado la atención que, a
pesar de la naturaleza de nuestras creencias, el espíritu navideño tiene algo
que, de una forma u otra, se instala en nuestras cuevas y hogares aunque nos
llamemos agnósticos, musulmanes, ateos, judíos o protestantes confesos. No sé
porqué pero lo navideño siempre se siente, siempre queda…
Con total probabilidad se deba a que nos
gusta más la jarana que a un tonto una tiza, (eso de menear el culo para arriba
y para abajo, de guateque en guateque, de canción en canción, se intuye
divertido). Tampoco debemos olvidarnos del buche, ese que durante estos días
ingiere cantidades titánicas de comida y bebida (una razón de peso dado los
tiempos que corren). Pero sin mucha dilación les hago saber que es el niño que
vive en nosotros el que sigue soñando cada Navidad. Porque la Navidad sin
niños, oiga, no es Navidad. Sería como concebir libros mudos, ranas con pelo o
burros voladores… ¡Qué estupidez!
Sí, sí, ahora vendrán con eso de que los
niños de hoy día lo tienen todo, nadan en una abundancia que poco tiene que ver
con el mensaje que nos trae el Adviento, que es otra excusa más para
agasajarlos, que no pueden valorarla del mismo modo que nosotros, otros niños
que reñíamos, jugábamos y llorábamos con tropecientos primos cada Nochebuena, vestíamos
chándales hechos con algo parecido al petróleo y zapatillas J’hayber®, y eramos
felices con Airgam Boys®, langostinos a granel, pequeños aguinaldos y las tetas
de Sabrina.
No quiero decirles con esto que la
felicidad sea indirectamente proporcional a la billetera, pero si cabe pensar
que, a pesar de que los tiempos corren y mutan vertiginosamente a ritmo de
“esmarfons”, “feisbuq” y “tuiter”, dentro de cada niño, de cada uno de
nosotros, vive un monstruo que, con cuidados y buenos alimentos (piensen en
otros más espirituales y que poco tengan que ver con el bocata de pavo -¿dónde
está la mortadela?-, como jugar con el barro en el parque, hacer volar las
hojas caídas del otoño o pasar la tarde de escondite en escondite) puede vivir
eternamente.
Seguramente este es un mensaje muy
manido en todos los estrados y púlpitos (¡Déjeme de rollos, señor maestro!),
pero les diré que la Navidad me ha traído muchos momentos de felicidad que poco
tienen que ver con el dinero y los regalos, sino con la familia y los amigos. Y
por si no han oído a Anna Walker (editorial Thule), lo digo alto y claro: Me encanta la Navidad. Me encantaba
decorar las ramas de pino que plantábamos en el paragüero, colocar el diminuto belén
que una vieja amiga me regaló, sigo inventándome excusas para ver a los amigos,
todos los años discutimos por los menús familiares. Me encanta darle besos a
todo el mundo. Me encanta tanto o más que a la cebra protagonista de este libro...
Porque la Navidad no está hecha de caprichos, de grandes demostraciones, sino
de cosas sencillas, de una esencia humilde que ayuda a las generaciones
venideras, unas de las que depende nuestro futuro (incluida la jubilación), a
crecer por fuera y por dentro.
¡Feliz Navidad, Román! Estoy contigo. La Navidad hay que disfrutarla. Mis mejores deseos para ti y para tu monstruoso blog. ;-)
ResponderEliminar|Felicidades! Me encanta tu blog!! me encanta cómo escribes!!!
ResponderEliminarUna rana voladora.