Que
la amistad está sobrevalorada estos días es una verdad impepinable.
En nuestro mundo de tantos amigos, cada vez más evanescentes y
virtuales desde que las redes sociales llegaron a nuestras vidas, hay
que seguir contando con los dedos de la mano (aunque los
protagonistas vayan variando pero el número siga impasible..., ya
saben que nada es inmutable...) quiénes forman parte de ese lugar
profundo de cuyo nombre quiero acordarme.
A
pesar de las desilusiones que te propina la vida con una ingente
cantidad de personas que respetabas y considerabas tuyas, uno tiene
que sobreponerse a las circunstancias y dejarse sorprender por otras
caras. No hay que extrañarse, sobre todo porque la realidad de hoy
poco se parece a la de nuestros padres y abuelos. Una a la que rodean
circunstancias distintas, como la imperante movilidad geográfica, diferentes oportunidades laborales, unas omnipresentes formas de
interacción, nuevas vías de comunicación y más independencia
económica, social y familiar (N.B: No se olviden de que más de un
paisano en la diáspora, constata la importancia de las familias de
adopción/acogida construidas en torno a los amigos).
No se
apenen por el extraño balanceo de la amistad. Mientras unos años te
traen nuevos amigos, otros se llevan otros tantos. Seguramente el fin
de estas amistades se deba a discrepancias, otras prioridades o
nuevas realidades. Y seguramente esos y comienzos tengan que ver con
intereses, coincidencias o necesidades; pero les aviso de que
cualquier tipo de amistad -usemos este nombre genérico para las
relaciones cómplices..., ¿para qué complicarlo más?- está basado
en una serie de compromisos que al obviarse para justificar
comportamientos y decisiones criticables, deja caer por su propio
peso lo vano e inútil de esa interacción.
Me
río a carcajada limpia cuando algunos apelan a la libertad para
justificar sus actuaciones, cuando muchos reprochan sin aprender a
reprocharse... A mi modo de contemplarlo, cualquier relación humana
(me da igual la que sea, elijan entre un amplio muestrario:
yerno-suegra, marido-mujer, jefe-empleado o cuñada-cuñado...)
implica una serie de acuerdos tácitos, invisibles o sospechados que,
de un modo u otro, muestran el grado de respeto y lealtad que las dos
partes se profesan en aras de la concordancia. Eso no quiere decir
que, mientras que la enemistad sólo adopte una forma, la amistad no
pueda eligir (me encanta este verbo tan amigable) entre unas
cuantas.
No
obstante y sin tener demasiado en cuenta estas elucubraciones más
que discutibles, decirles que siempre he optado por amigos auténticos, reales,
fieles y saludables. Y si no saben cómo son, les invito a leer el
Marcelín de Sempé, un librito ilustrado entrañable y
sincero re-editado por Blackie Books este año (lo podrán encontrar
en alguna biblioteca de la mano de Alfaguara como Marcelín Pavón), que ejemplifica con rubor y estornudo, lo especial y atemporal que
es la genuina amistad.
Me encanta, como siempre; la reseña.Busco inmediatamente el libro.
ResponderEliminarGracias.