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martes, 6 de junio de 2017

¿Campo o ciudad?


¿La vida campestre está sobrevalorada? Sí, sí, que mucha paz y tranquilidad, un rincón lento, un refugio alejado de la urbe, el cemento y el aire acondicionado. Pero todo esto, aunque cierto, no resume un concepto más amplio y en el que tienen mucho que decir los insectos, las alergias de todo tipo, la climatología extrema, la dependencia de los medios de transporte o la escasez de servicios. Y si a todo ello le unes que en el campo te hinchas a trabajar, el resultado no es tan bucólico como parecía al principio...
El campo también es frustración. Que si la llueca abandona el nido a mitad de empollar los huevos, que si un pedrisco se carga toda la cosecha, que si esos pollos comen mucho y pesan poco, que si las alcachofas se han llenado de pulgón con dos días de calor, que si ha sido un año tan bueno que los ajos no han cogido precio ¡prefiero quemarlos a malvenderlos!, y un sinfín de avatares más que a pesar del plus, no sé si bien suman, si bien restan restan.


¡Pero qué dices, chalao! ¡Da lo mismo! Los carnívoros, un poco de guarra en la lumbre (no se asusten, es nuestra típica longaniza), los veganos, tomates como platos y sal al gusto. Y parece que todos esbozan una sonrisa. Disfrutar de la hierbabuena, del piso mojado, del agua que baña los pies en mitad de la reguera.
Las sonrisas suenan mejor con la luz de las luciérnagas, el pan untado con aceite sabe mejor bajo la sombra matutina del emparrado, los amaneceres huelen mejor con el kikirikí del gallo, y los besos que nos propinábamos bajo el nido de las golondrinas tenían aquel otro color, el del trigo recién cosechado.


Alquerías, barracas, bordas, cabañas pasiegas, caseríos, casonas, cortijos, masías o pazos tienen un aire sentimental bruñido de estampas, de recuerdos y momentos, y todo tipo de pensamientos. Nos abrazan en la niñez, una sensación de libertad, también de cobijo, de sincero abrazo. También de misterio, descubrimiento y amigos imaginados.
Animales, plantas, comida... tanto esconde la vida sosegada del campo que enmarca historias tan bellas como El pequeño Brown, una historia de Isobel Harris con ilustraciones de André François y editado recientemente en castellano por Niño Editor. Aunque se trata de un libro muy conocido en los países de habla inglesa, sobre todo en el ámbito norteamericano, no se había traducido antes al castellano, lo que es un acierto por parte de esta casa argentina. El libro trata esa dualidad que encierran lo rural y lo urbano (Una planteada desde que el hombre es hombre. Acuérdense de Esopo...), del desasosiego que imprime la ciudad y la poca libertad física que un niño puede experimentar en ellas (N.B.: Esta ilustración maravillosa lo dice todo...).


También es una de las pocas oportunidades que tenemos para disfrutar de las excelentes ilustraciones de François (André Farkas en su rumano natal), gran artista que además de este álbum, uno de mis favoritos (trazos rápidos aunque estudiados, expresivos, aguadas monocromáticas...), ilustró obras de Jacques Prévert (por ejemplo sus Cartas de las Islas Baladar, editadas en castellano por Kalandraka) o portadas como la que regaló a los lectores de El señor de las moscas en la edición inglesa de Penguin.



Lean y decidan. ¿Campo o ciudad? La cuestión es alejarse del calor sofocante que nos aguarda a la vuelta de la esquina.


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