Si
alguna vez tienen ocasión de visitar mi hogar, descubrirán con
asombro que, a pesar del orden que se nos presupone a maestros y
científicos, soy un desastre. Papeles por todos lados, montones de
libros, trastos de todo tipo, etc. La cosa no tiene remedio ni
aunque contrate un escuadrón de limpieza.
El
caso es que, entre ese caos imperante, un servidor lo tiene todo muy
ordenado (¡Ja!), y si tiene que dar con alguna cosa importante,
recuerda ipso facto donde la ha dejado. La crítica viene cuando de
repente no encuentro algo y empiezo a preguntarle a mi señora madre
(esa sí que es prusiana), “¿Mama, has visto...?” Y empieza a
darme la tabarra: “Ni que yo viviera en tu casa...” “Si todo
estuviera en su sitio...” “Demasiado tienes en esas cuatro
paredes...”
Lo
último fueron unas gafas de sol, las únicas graduadas que he tenido
en toda mi vida. No sé si definirlas como un capricho o una
necesidad, pero el caso es que me gasté una pasta en ellas. Quince
días me duraron. El 1 de julio las estrené y el 15 de julio
desaparecieron. A pesar de mover Roma con Santiago aquí sigo, cegado
por el sol. Así que juré ante el Mediterráneo que con un par de
lupas me sobra.
Es
inevitable pillar un disgusto cuando uno pierde alguna cosa. Una
sensación de intranquilidad te remueve y el nerviosismo se apodera
de ti. Sin ir más lejos el otro día mi padre perdió una morcilla
(como lo oyen, de camino a la parrilla) y ya, extasiados con la
extravagancia, organizamos una redada y no paramos hasta que dimos
con ella entre la maleza un par de horas después (descojónense que
es de traca).
Hay
gente que pierde la cabeza, la virginidad y hasta elefantes (aquí el
tamaño poco importa), pero lo más normal del mundo es perder un
imperdible (paradójico), la cartera (putada al canto) las llaves
(Moraleja: Háganse cerrajeros), o un anillo (imperdonable). Todas
ellas cosas muy necesarias que acaban apareciendo detrás del sillón
o debajo de algún armatoste del tamaño de Andorra.
Y
hablando de objetos perdidos acabo de acordarme de
Botoncito, un álbum de Yoko
Ogawa y Chiadi Okada (editorial Juventud) que nos cuenta las andanzas
de un botón extraviado. Un libro tierno y sin pretensiones que a
través de la personificación de varios objetos que abundan en
hogares con niños pequeños y además de hacernos partícipes de las
vidas imaginadas que se esconde en rincones y recovecos, nos alienta
a dar con las cosas que otrora perdimos pero que nos recuerdan un
pasado dulce y juguetón: la infancia.
Me he reido con la pérdida de la morcilla... ese ejemplo no lo había oído nunca.
ResponderEliminarJusto ayer leía al pequeño de casa "El botón" de Sapo y Sepo. Absurdo, dulce y divertido. Nos apuntamos este "Botoncito ". Me da que les va a gustar ��.
Jajajaja... Ni tu ni y ni nadie. ¡Mi padre es insuperable! Es un libro agridulce pero con final entrañable. Échale un ojo y me cuentas. ¡Un saludo y gracias por el comentario!
ResponderEliminarQué bonito tema, Román este de los objetos perdidos o escondidos por los duendes, je, je.
ResponderEliminarLa anécdota de tu padre, es muy buena.
Yo pierdo un montón de cosas que decido poner en un sitio para encontrarlas y nunca recuerdo dónde. Así somos...