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lunes, 23 de abril de 2018

¿Y si nos dejamos de tanta animación a la lectura y leemos de verdad?



Esa es la pregunta que se le viene a la cabeza a un monstruo como yo en este día en el que los libros se lanzan a la calle y desde todos los medios de comunicación, desde la mayor parte de las instituciones, nos envían mensajes sobre la lectura y sus bonanzas. De cómo vamos a mejorar cultural, económica, social y personalmente leyendo, de cómo ganaremos la gloria eterna a través de los libros, y cuán inteligentes personas (si no dicen ciudadanos…, que ahora se han obsesionado con esa palabreja) seremos gracias a ellos.
Lejos de estos mensajes sanadores y muy terapéuticos, sobre todo para aquellos ilusos que no leen un libro en todo el año (los que lo hacemos sabemos que podemos caer enfermos o ser mucho peores personas por culpa de la lectura), he querido detenerme en todo este engranaje que sobre la figura del libro y la animación a la lectura, se erige para la ocasión, así como en su idoneidad y efectividad para con el verdadero acto lector y la llamada educación literaria.


La lectura, como cualquier otro invento humano y/o parcela vital, debe responder a multitud de preguntas (¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde?...) que nos encaminan hacia las posibles vías que nos permitan alcanzar esa meta, algo que siempre han tenido muy claro la mayor parte de los mediadores de lectura. La cosa cambia cuando nos adentramos en el siglo XX (quizá antes…) y la lectura pugna por una parcela espacio-temporal en la galaxia del ocio, lo que lleva aparejada una diversificación de las formas de lectura (¡Ea! las leyes del mercado…). Es en este punto en el que el universo de la animación a la lectura crece proporcionalmente, generando una red compleja de orientaciones y metodologías, y los mediadores, intermediarios entre libros y lectores, se deciden entre diferentes líneas de trabajo. De esta manera empiezan a primar el cómo y el cuánto, y se deja de prestar atención al qué.


Por esta razón creo necesario hacer distinción entre el educador literario y el animador a la lectura. Está claro que no debería ser así y que todos los animadores a la lectura deberían ser educadores literarios y viceversa, pero la realidad manda y mientras que unos se deshacen del gusto cuando logran que los jóvenes lectores lean buenos libros, otros se pirran porque los niños, adolescentes o adultos lean y lean, lo que sea pero que lean. Para ilustrarles, tres puntos…
1. No nos debe extrañar que para muchos mediadores, sobre todo los poco instruidos, cualquier cosa vale mientras quede recogida en el formato libro, ese que no deja de ser unos cuantos trozos de papel impreso cosidos a una tapa. Si no me creen fíjense en todos aquellos fans del libro que se mueren por pillar la última entrega de esta o aquella serie o saga, y toda una suerte de libros paraliterarios que, si bien pueden servir para recomendaciones puntuales con las que rescatar a los lectores perdidos, también ayudan a vaciar de buenos contenidos las bibliotecas infantiles y juveniles.
2. Por otro lado también me gustaría hacer hincapié en que muchas actividades de animación a la lectura, aunque son muy eficaces a la hora de incluir al libro en el mundo del ocio, también pecan de un exceso de fuegos de artificio que, a posteriori, no se presentan en el diálogo cotidiano entre un libro y su lector ya que el lector no aprende cómo analizar el discurso en su transcurso, lo que a veces se traduce en una doble frustración para ese lector que queremos atrapar. Es decir, esta asociación de ideas errónea de lo debe ser y es la lectura puede mermar esa sensación única que se debe experimentar cuando nos encontramos ante una obra canónica.
3. En último lugar hay que hablar del libro como soporte, no sólo de algunas de las más bellas historias que ha parido la humanidad, sino de las más variopintas actividades que, por supuesto, se alejan en gran manera de la lectura y sus intenciones, y que no persiguen encumbrar al libro como bien común, sino utilizar su propio material (N.B.: Algo que pueden observar en las imágenes que acompañan a la entrada de hoy que pertenecen a la artista Ekaterina Panikanova) o la imagen que proyecta y que se liga a la esfera cultural para otros fines de diferente naturaleza (léase un anuncio de condones protagonizado por lectores).


En otro lado quedan los educadores literarios, unos que fomentan el gusto por toda una suerte de producciones que a lo largo de los siglos han acompañado al hombre en sus ratos libres, académicos o profesionales. Personas que muchas veces desconocen los procedimientos más modernos de la llamada animación lectora, algo que les ha valido el calificativo de trasnochados y carcas, algo que tiene poco que ver con el hecho de defender lo poético de un arte, la literatura, al que merece la pena acercarse, y obviar esa realidad consumista y paraliteraria que nos embebe desde la industria.
He aquí la mayor dificultad, la de atraer a los niños a la isla de Stevenson, a la niebla de Unamuno, a los cuentos de Wilde, al hidalgo de Cervantes, la picaresca del Lazarillo, o los versos de Lorca, a obras que no dejan indiferente, que por anacronismos de la vida y los libros no caen de pie entre los nuevos lectores,los mismos que consumen títulos con premeditación y rapidez. Porque además de saber que los libros existen, también hay que leerlos.
Es por ello que la animación a la lectura, además de ser agradable y poner los libros a la altura de los ojos, debería prestar atención a aquellas estrategias que consideren la Literatura (la de la mayúscula) por encima de otros productos que, aunque tienen forma de libro, no enriquecen el intelecto de la misma forma. Necesitamos proveer de herramientas para la comprensión de estas formas artísticas, buscar sinergias entre la vida y la literatura, y empujar a los niños y jóvenes que se hallan reacios a bucear en esa patria compartida. Al fin y al cabo, la lectura literaria se cimienta en ese acto de valentía que nos empuja hacia lo desconocido, a descubrir libros que sabemos que pueden ser complejos, incómodos o difíciles, pero que, como todo, la cosa está en empezar y habituarnos día a día a buscar en las palabras de otros las nuestras propias.


Piensen en ello durante los faustos de este Día del Libro que de tantas buenas intenciones viene cargado, que tantas culpas expía. Y vayan mis ánimos hacia todos aquellos que siguen en ese bastión de la educación literaria, quizá perdida pero todavía viva.

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