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lunes, 22 de abril de 2019

Imaginación contra la aplastante rutina



Lunes. Lunes de Pascua. Mientras algunos se hinchan de chocolate y otros preparan el traje de huertano, los de aquí nos despedimos de las vacaciones, unas que han sido excesivamente cortas y poco agradecidas (en el sureste español lo hemos tenido crudo para ver el sol, pues hace más de cincuenta años que no se recordaba un abril tan lluvioso). Creo que voy a ponerme a llorar, pues cualquier plan sería bueno excepto el de volver a las aulas (y no me vengan con que los docentes somos unos llorones), todavía más teniendo en cuenta que las semanas de curso que nos restan van a estar llenas de exámenes (y todas las horas extra que eso conlleva), nerviosismo y algún cabreo.


Todavía no entiendo como hay gente que está deseando volver al curro (será que están muy mal en sus hogares empeñando su tiempo en otros menesteres más desagradables). Yo lo admito abiertamente: no me gusta trabajar aunque lo necesite para vivir e intente hacerlo de la mejor manera posible.
Prefiero estar leyendo, escribiendo, pintando, paseando, disfrutar de mi familia y amigos, echarme la siesta, nadar, cuidar de mis plantas (que por cierto las tengo muy abandonadas… Ahora que me acuerdo, ¡me toca plantar un esqueje de Monstera deliciosa!), viajar, conocer gente, o dormir (que es muy bueno para el cutis y los años empiezan a echarse encima).


En fin, intentaré rezar un rosario, ponerme en modo zen o dejarme llevar por los efectos psicotrópicos de la ayahuasca, el caso es sobrevivir un año más al final de curso sin dejarnos la salud mental en ello. Un sabio me dijo una vez que lo mejor era utilizar la imaginación y reconstruir la realidad a nuestro antojo, pues eso es lo que hacen los niños para hacerle frente a un mundo difícil y frustrante en el que debemos adaptarnos con cierta laxitud.


Uno de los mejores ejemplos de esta práctica lo tenemos en Roland, un álbum de Nelly Stéphane con ilustraciones de André François, editado el otoño pasado por la editorial Niño. El libro nos habla de un niño que gracias a un lapicero y una palabra mágica, hace que sus dibujos, sobre todo de animales, cobren vida. De esta manera comienza una  aventura donde un tigre, una cebra, unos visones, tres osos negros, veinte pinos, una muñeca y su amiga Isabelle tendrán mucho protagonismo.


Con ilustraciones del autor de El pequeño Brown, este libro publicado por primera vez en 1958 además de tener un claro acento vintage (fíjense en las ilustraciones a tres tintas y en la influencia de las vanguardias del XX), recuerda a otros títulos como Harold y el lápiz morado de Crockett Johnson, un álbum clásico que vio la luz unos pocos años antes y que también utiliza el mismo recurso ficcional para que el personaje se enfrente a la dictadura de los adultos y lidie con el aburrimiento que esto le produce.
Sin lugar a dudas creo que he hecho bien en leerlo durante el día de hoy, necesitaba una sonrisa con la que sumergirme en la aplastante rutina. Menos mal que mañana es el día del libro…



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