Como no hay nada mejor de lo que hablar (estoy hasta las
narices de políticos y trolls), empezamos la semana con los Oscar, pues al menos
nos traen algo de glamour y mucho mamarracheo.
A pesar del gran despliegue que marcas de alta costura como
Chanel, Zuhair Murab, Dior, Oscar de la Renta y Prada hacen cada edición sobre la
alfombra roja (nada que envidiar al “chou” anual de Victoria’s Secret), se
empieza a vislumbrar cierto tufillo barriobajero en la meca del cine. Actores y
actrices son cada vez menos icónicos y más mediáticos, más accesibles y menos
inalcanzables. Si, las grandes estrellas de Hollywood se están apagando y
parece ser que sólo yo estoy preocupado.
Siempre ha habido mucho "nota" en esto de la farándula y el
espectáculo, pero denoto cierta deseducación laboral en los nuevos trabajadores
del sector. Tranquilos, que no les voy a meter una disertación a lo Noam
Chomsky, sólo quiero que encuentren las mil y una diferencias entre Henry
Lamarr y Penélope Cruz. Tampoco estaría de más que se percataran de los miserables
aplausos que recibieron los recientemente difuntos de la gran familia del cine estadounidense
al ritmo de Billie Eilish (el Yesterday
sobraba, que yo soy más del “today”). ¿Será porque muchos de los asistentes no
tenían ni un ápice de cultura cinematográfica, o en su defecto, un mínimo de respeto?
Y es que anoche, los únicos que se dedicaron a la
naturalidad, el saber estar (en su papel de triunfadores, claro está) y la desorbitada
alegría, fueron los coreanos de Parásitos,
sin duda la mejor película del año (Se la recomiendo a manos llenas porque dice
mucho desde la dualidad posible-imposible, el humor, la exageración de la
realidad y la metáfora del conflicto de clases). Que se note que en oriente todavía
queda algo de esa humanidad que hemos perdido en el supuesto primer mundo, manque pierda.
Y sin más ensañamiento, me acerco en este luminoso lunes al
trabajo de Kyung Hyewon, otra coreana más que prometedora en esto del libro-álbum. No es para
menos pues Elevador (editorial
Océano-Travesía) es una más que aceptable puesta de largo a golpe de
imaginación infantil y situaciones cotidianas.
En esta historia, la pequeña Yuna, una verdadera apasionada
de los grandes saurios que poblaron el planeta hace millones de años, tiene que
devolver un libro a la biblioteca, una tarea que se verá alterada por unos
curiosos “vecinos” que va recogiendo en cada uno de los pisos en los que va parando
el ascensor (que no son pocos, pues ya saben de las alturas que se gastan por
aquellas latitudes).
Aunque el final lo dejo para la sorpresa de los lectores, he
de apuntar que es un libro que me ha encantado, no sólo por la originalidad del
argumento, sobre todo en lo que al formato y el contexto espacial se refiere (los ascensores
siempre han tenido mucha magia), sino porque hace gala de esa dualidad clásica
entre fantasía y realidad de la que bebe mucho el álbum para niños. Si a ello le unimos la
expresividad de los personajes, recursos repetitivos (cada vez que se abre la
puerta del elevador es una sorpresa) y ese guiño a los libros, el disfrute está
servido.
Así que, ya saben, en vez de noche toledana, les toca noche
coreana, que sugerencias no les faltan.
Qué ganas de leerlo!
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