Por estos lares acabamos de entrar en fase II y no sé muy
bien qué decirles al respecto. Los precios siguen subiendo (y vienen para
quedarse, no lo olviden), las colas aminoran el ritmo de nuestros días, las
mascarillas y el calor no se llevan bien, los abrazos se han reducido al mínimo,
y el rictus de los ciudadanos no se endereza ni a tiros.
Se han equivocado los que decían que esto no cambiaría nada,
que seguiríamos como antaño. Pero de eso nada, monada… De entre todas las
medidas preventivas, la que más estragos está causando es la de la manipulación
de los objetos (y yo que tenía entendido que el Co-VID 19 se contagiaba a
través de la saliva…). Y es que eso del “no tocar” está trayendo nuevas modas a
nuestro día a día que no me gustan ni un pelo. Máxime cuando se utilizan para
el enriquecimiento, el engaño y sobre todo, para que sean los demás quienes
trabajen.
Ejemplos… Los de las empresas de transporte ya no hacen la
entrega a domicilio (y tampoco usan mascarilla ni guantes), en las librerías no
puedes hojear (llevo muy mal las compras a ciegas), en muchas tiendas de ropa
ya no puedes probarte el género (pero tú sí puedes darte cuatro paseos) y en
ciertas fruterías ya no puedes seleccionar tu propia fruta (los guantes de la
frutera son milagrosos y de vez en cuando también te endiña alguna pieza
tarada).
Con virus o sin él, en este país de pillos y mangantes, los
costes siempre los pagamos los mismos, consumidores y votantes. Al final va a
llevar razón aquel dermatólogo que hablaba del problema del acné y aducía que
todo se solucionaría cortándonos las manos. Algo que me lleva hasta La mano del señor Echegaray, un álbum de
Diego Ortiz y Manuela Ortiz que fue ganador del último concurso internacional
biblioteca insular de Gran Canaria y que ha editado esta primavera A buen paso
(no podía ser en otra dada la dilatada tradición de esta casa editorial por los
desmembrados).
Con un argumento muy sui géneris, los autores nos presentan
la historia de un hombre que pierde una de sus manos en la guerra. Mientras la
vida de este señor se ve afectada por este hecho, su mano sigue vivita y
coleando y es explotada como rara avis en un espectáculo de variedades. Hasta que
decide escaparse y buscar a su dueño.
Con este argumento tan prometedor se desarrolla una historia
con toques muy surrealistas que nos invita no sólo al humor (el percance con el
garfio es muy cañí), sino a plantearnos un modus vivendi diferente al que
conocemos (véase el símil con la situación actual) y dejar que ante el lector
empiecen a desfilar preguntas de todo tipo.
Acompañada de unas ilustraciones pobladas de detalles y que
en palabras del jurado “se sitúan entre el dibujo del exvoto y el art brut” (Me
encanta la doble página de los arcoíris, parece un retablo mexicano), esta
narración no tiene desperdicio. No sólo porque trae a la mente a otros autores
como Javier Sáez Castán o Federico Delicado, sino porque también plantea
paradojas sobre la convivencia de uno mismo con sus circunstancias (¿No les
parece que al final del libro la mano y el señor Echegaray pasan a ser dos en
vez de uno?).
Lo dicho, esperemos que cuando todo esto acabe, todos
sigamos teniendo manos.
Estoy deseando que llegue a mi librería.
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