Los seres humanos, como buenos mamíferos, tenemos muy desarrollado el sentido del olfato. Si bien es cierto que los científicos definen unos diez olores primarios (floral, leñoso, frutal, químico, mentolado, dulce, quemado, cítrico, podrido y acre), por combinación de estos somos capaces de distinguir hasta mil millones de olores según los últimos estudios (si lo comparamos con el resto de receptores sensoriales, gana por goleada) y de esos, recordamos un 35% gracias a lo que llamamos memoria olfativa, una que también nos permite asociar un aroma con un recuerdo, una persona, o con un momento de felicidad, tristeza o peligro.
Todo esto sucede gracias a un proceso muy interesante en el que intervienen diferentes estructuras del organismo. A saber… El epitelio de las fosas nasales capta el estímulo olfativo –moléculas químicas volátiles que se difunden gracias al aire- y envían una señal eléctrica al bulbo olfatorio. Este recibe la información y la distribuye a diferentes partes del cerebro, sobre todo al sistema límbico donde están la amígdala y el hipocampo. Mientras la amígdala conecta ese aroma con una determinada emoción, el hipocampo también lo relaciona con un recuerdo y, ¡voilá! ¡La magia está servida! Es así como nos huele a feria, a playa, al mercadillo de los martes, al día que nos conocimos o a ese día de invierno perdidos en mitad del monte. Los olores se convierten en un verdadero idioma sobre el mundo que nos rodea.
Tan poderosa es la memoria olfativa que incluso en mitad de la noche aparecen olores. No les miento si les digo que hace bien poquito soñé que visitaba a mi abuela. Abrí la puerta de su casa. Ella no estaba. Hace más de un año que se fue. Pero allí quedó su olor. Un aroma extrañamente ligero, como a comida recién hecha. Hervido, sopa o potaje. Nada de fritanga. Con tintes de lejía, algo de polvo y cierto regusto a brasero eléctrico. Pero sobre todo, olía a ella, a mucha alegría.
Y es que cada casa tiene su fragancia, la de sus habitantes. Unas huelen a rayos y otras a centellas. A gato, a tortuga y a tigre. Las hay que recuerdan a cementerios (¿será por las flores marchitas?), a bares de mala muerte (¡Viva la pringue) e incluso a los parques de atracciones (Yo una vez estuve en una que…). Pero el caso es que cada casa tiene cierta identidad, como un código de barras aromático que es difícil de olvidar. Sin ir más lejos les invito a que entren en Tu casa, mi casa de Marianne Dubuc (editorial Juventud) e imaginen a qué huele cada uno de los hogares que aparecen en ella.
A pesar de que todo gira en torno a la fiesta de cumpleaños de Conejito, uno de los personajes que habitan el edificio ubicado en la calle de las Galletas número 3, este es un álbum coral en el que todos son protagonistas. Tomando el recurso narrativo de la construcción sin paredes que tan buenos resultados da en las creaciones infantiles (se me ocurre citar los álbumes de Richard Scarry, El libro de la noche o la clásica viñeta de Ibáñez 13 Rue del percebe), la autora abre su universo al lector-voyeur para que descubra por sí solo las relaciones que conectan las vidas de unos y otros, y sobre todo para perderse en un sinfín de detalles que ayuden al espectador a la hora de conocer el mundo más próximo de la mano de animales antropomorfos.
QUé hermoso, seguro una buena recomendación para los más pequeños...
ResponderEliminar¡Libro recomendado al 100%! ¡Un abrazo!
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