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martes, 6 de octubre de 2020

Buscando el edén


Hace un mes ya que regresamos de un verano atípico, nos vamos abriendo paso en la rutina que nos ofrece esa nueva anormalidad de la que nos provee el omnipresente coronavirus y que tanto gusta a los políticos (creo que disfrutan de esta situación) y nos empezamos a dar cuenta de que las vacaciones, si no catárticas, han sido necesarias. 
Como bien decía en este post, aunque muchos han echado de menos aeropuertos y guías de viaje, la mayor parte de la sociedad española se ha quedado más que satisfecha descansando en el sofá de siempre, para concluir con eso de “como en casa en ningún sitio”. 


Si bien es cierto que hemos pisado alguna piscina que otra y hemos podido celebrar algún que otro chapuzón en el mar, la mayor parte de los españoles nos hemos visto privados de esos viajes exóticos que otrora era una constante estival. Conformes con las playas de Tarifa, Benidorm, Cádiz, Formentera, Maspalomas o Sangenjo, hemos disfrutado de los paraísos cercanos que nos brinda nuestro país, que bien mirado lo teníamos muy abandonado en pro de engordar el P.I.B. extranjero. 
“Ay, Román, si es que yo no quería ir a Santapola… Me pirraba por ir a Vietnam, Nueva Zelanda o Sudáfrica…” “¡Que no todo es cruzar los océanos, chacho! Tú haz como mi sobrino: lo que no tengas, te lo inventas. Búscate una buena hamaca, prepárate un daiquiri, un son de Compay Segundo y Eliades Ochoa, y ya estás en La Habana. ¿Qué quieres asiático? Sushi, farolillos y pai-pai. Y si no te alcanza yo te regalo un par de figuras de origami. Unas veces sucede que sólo vemos muertos y otras que visitamos lugares desconocidos.” 


Y con tanta imaginación desbordada, durante todo este verano me he acordado de ¡Qué bonito es Panamá!, el clásico de Janosh (editorial Kalandraka) que todavía no tenía su hueco en esta casa de monstruos. 
Publicada en 1978, esta historia que da el pistoletazo de salida a la serie de Tigre y Oso y que en palabras del propio autor consistió en “dibujar la mayor cursilería del mundo”, es un canto a la inocencia infantil y que a su vez se interna en los deseos de cualquier ser humano. 
Nos cuenta la historia de dos personajes que, inspirados por una caja de madera donde se puede leer “Panamá”, deciden ir en busca de ese paraíso perdido (cada uno tiene el suyo a pesar de las inclinaciones religiosas), un lugar prometedor en el que disfrutar juntos de todo lo que les puede ofrecer. La cosa pinta muy bien. La pareja se mete en el papel de aventureros y, ayudados por un puñado de protagonistas secundarios, avistan finalmente el citado edén a base de su cuento de la lechera particular. 


El final, aunque muy conocido en este mundillo de monstruos, lo dejo para la sorpresa del lector, que siempre se agradece un poco de consideración, más todavía cuando lo divertido está en un “road-trip” (lo digo por las ruedas del patito-tigre) que bebe del sinsentido y la desbordante imaginación. 
Lo dicho. Decidan donde está su Panamá y disfruten de él, que no quiero yo que se les vaya la vida buscando lo que puede que tengan al lado.


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