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lunes, 18 de enero de 2021

Vaciar la maleta, llenarte de recuerdos


Conozco gente de muchas esferas y condiciones. Desde pequeños burgueses hasta peones agrícolas. Gente con varias carreras y muchos sin el graduado escolar. Altos, feos, exuberantes y destartaladas. Ordenados y caóticos. No suelo desechar a nadie porque todos me interesan. Me gustan las personas. 
De entre todos ellos siento verdadera debilidad por los extranjeros. Venidos de tierras lejanas por culpa de la desdicha o por amor, despiertan mucho entusiasmo en mí, no sólo por el exotismo que desprenden, sino por esa curiosidad que he cultivado desde la infancia. 


Me da igual de donde sean. Marroquís, argentinos, brasileños, ingleses, suecos, alemanes, senegaleses, sudafricanos, japoneses, chinos, peruanos o canadienses. La cuestión es que amplíen tu perspectiva. Seguramente todo viene de cuando mi padre metía a los mormones en casa para preguntarles cosas sobre Utah (hace décadas era bastante difícil encontrar estadounidenses por estas tierras) o de aquel invierno en el que vino al colegio la prima finlandesa de una amiga y con la que estuve carteándome durante un tiempo. 
Tampoco hay que ir de progre ni enrolarse en una ONG, que el buenismo es un gran lastre , pues diferencias y choques también enseñan. El caso es exponerse, dejarse leer. Si germina, cojonudo. Y si no, tan amigos. El gusto es conocerse y ver qué nos ofrecemos. 


Todo es un aprendizaje. Palabras, comida, lugares, costumbres o ropa. Todo es susceptible de empaparnos. Tanto ellos, como yo, que para eso somos esponjas. Muchos no han visto la nieve, otros tampoco han sufrido los rigores del verano, ni probado el atascaburras. Disfrutar de las tardes de feria, de sus mañanas y el olor a mojado, degustar el gazpacho manchego, entender nuestro humor negro o entender palabras como gobanilla, casquera o el ¡ea! tan manido. 
Ahora que lo pienso, esas son algunas de las cosas favoritas del sitio donde nací. Lo peor de todo es que muchas no las puedo llevar conmigo porque hay que disfrutarlas in situ. Lo único que nos queda es hablar de ellas, recordarlas y ofrecerlas para que se conviertan en las cosas favoritas de otros llegado el momento. 


Todo esto y mucho más, es lo que me he planteado gracias a No sin mis cosas preferidas, un álbum de Sepideh Sarihi y Julie Volk publicado recientemente por Lóguez y que obtuvo el premio Bologna Ragazzi en la categoría de ficción. Cuenta la historia de una niña cuyos padres deciden marcharse a otro lugar. Ella decide hacer una selección de todo aquello que tiene que llevarse. Una pecera, una silla que le hizo su abuelo o el conductor del autobús escolar son algunas de sus cosas preferidas. Lo peor de todo es que no caben en la maleta, de tal forma que idea la manera de llevarlas hasta su nuevo hogar. 


Con técnicas tradicionales donde prevalece el lápiz de grafito y pinceladas de los colores primarios (amarillo rojo y azul), se nos presentan unas ilustraciones llenas de detalles (fíjense en las marcas sobre el marco de la puerta) que nos hablan más allá de un texto que podría servir para diferentes situaciones geográficas. Es así como oriente y occidente se encuentran en las páginas de un libro donde abundan los silencios, la tristeza y la esperanza. Amplios espacios en blanco y composiciones llenas de simbolismo (maletas confundiéndose con edificios o ventanas gigantes) son un valor añadido en una historia sobre migración y encuentros, no sólo con un mismo, sino con el futuro que llegará y nos abrirá puertas a nuevas cosas preferidas.

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