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viernes, 17 de diciembre de 2021

Luminosa necesidad


Yo no me creo nada. Soy un incrédulo de mucho cuidao. Eso de tener los ojos llenos de pan hace tiempo que se acabó. Es verdad que siendo más ignorante, se es mucho más feliz, pero también te calzan ostias como panes de centeno, que son recios y duelen más.
Tampoco es que vaya con pies de plomo -que la desconfianza nos hace flaco favor-, pero sí suelo poner en duda todo lo que me rodea. No sea que, una de dos, o me acostumbre a este mundo obtuso (con un porrazo monumental como consecuencia), o acabe engullido por esa impostura que se ha instalado en nuestros días (mucho “gracias”, “perdón” y “por favor”, pero humanidad, poquita).


No es que vaya de sobrado ni clarividente. No. Simplemente prefiero sopesar pros y contras a través de mi propia experiencia y arrojar algo de luz a tanta neblina grisácea. Que si no, acabamos viviendo de pura ficción, de sainetes y entremeses en toda regla que entretienen pero no alimentan. Ensoñaciones varias que unas veces ayudan, pero otras encorsetan.
No actúen como pollo sin cabeza. Trae más cuenta poner en entredicho ese espejismo, que renunciar a la realidad. Ya les digo que lo uno puede ser lo otro, y lo otro, lo uno. Denle al interruptor, enciendan el mundo e iluminen su camino. Despierten y descubran que hay más allá de las bambalinas, adéntrense en la espesura y descubran de primera mano lo que habita tras los castaños. Hagan como Colombina, nuestra protagonista de hoy.


Antonio Ventura y Pablo Auladell se vuelven a unir en este libro gracias a la editorial Iglú (ya repitieron tándem en 2008 con El sueño de Pablo) para articular un relato poético y tranquilo que deja muy buen sabor de boca.
Un castillo. En él habitan Colombina, una princesa, y Arianna, su ama nodriza. Colombina no puede salir del castillo (clásico argumento para hablar de la represión de la infancia) y su cuidadora, además de cariño, habla con ella sobre los sueños y le cuenta historias. Sí, lo que leen, cuentos en otro cuento (un poquito de intertexto nunca viene mal), donde el simbolismo se esconde en cualquier resquicio..., tras el vuelo de los pájaros, en las figuras del unicornio y el minotauro, o el semblante de la luna. Referencias que hablan de mitos clásicos que interpelan voces literarias de otro tiempo (¿Quizá a Calderón?).


Teniendo en cuenta que este proyecto empezó hace diez años, tal y como apunta Auladell, supone un punto de inflexión en lo que se refiere a las técnicas utilizadas. El artista abandonó el óleo y tomó el grafito, las cretas y el pastel como medios de expresión, donde las texturas recordasen a una estética más primigenia. El trazo rápido, ligero, emborronado en unos dibujos que también se sirven de escenarios elaborados con recortes de papel, para darle ese aire de bosquejo, de apunte imperfecto en el que también vive la belleza. Pero lo que más me ha gustado de estas imágenes es su claridad. Están llenas de luz, una luz necesaria.


Cuidada maquetación, elementos del libro-objeto (fíjense en las guardas peritextuales a modo de prólogo y epílogo) y una cadencia narrativa pausada y sutil. Posturas (figuras de espaldas o niños y regazos) y gestos (las manos, miren las manos) que recuerdan a la pintura renacentista, esa que se enmarca en geometrías perfectas. Todo esto y mucho más nos ayuda a situar una historia donde realidad y ensoñación, día y noche, son las caras de una misma moneda: el anhelo humano. Deseos de niños que se retuercen en el interior de cada uno con un único objetivo, el de ser libres y ver más allá.

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