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miércoles, 12 de enero de 2022

La escuela, ¡qué gran acierto!


Después de unas largas vacaciones no hay quien quiera volver al trabajo. Ni siquiera los niños, y mira que últimamente se aburren en cualquier sitio. Menos mal que siempre sale algún psicólogo diagnosticando depresión postvacacional (¡Qué sería de nosotros sin especialistas que le pongan nombre a todo!), para que patologicemos las pequeñas cosas de la vida y todo el mundo tenga carta libre para hacer lo que venga en gana.


Entiendo que hay casos y casos pero, sinceramente, si los críos viven engalgaos con tanto jugueteo (que el juego es otra cosa más seria), caprichos de todo tipo, unas siestas que ni los perros, y sobre todo, la ausencia de orden y concierto, no me extraña en absoluto que tiemblen al oír la palabra “escuela”


Ven que se les acaba el chollo porque saben que no pueden mangonear a los maestros a su antojo. Está más que comprobado que son los únicos que inspiran algo de respeto con sus horarios y quehaceres rutinarios. ¡Para que luego digan que no somos eficientes! Tengo muy claro que cuando pones límites todo va sobre ruedas.


Además, en el colegio hay que espabilarse, que aquello es una merienda de negros. Más movimiento, más gasto energético. Aula y patio, mates y natu. Allí todos hacen de todo y no hay libre albedrío que valga. Lo importante se consulta, que si no hay sanciones. Poca soledad y nada de pataletas son fundamentales para saber estar. Y si de paso les cunde el tiempo y van dando el callo, no podemos pedir nada más.
Y si quieren más pruebas de que la escuela es un lugar magnífico donde los únicos que sobran son los padres, hoy les dejo con ¡Ni en sueños!, un libro de Beatrice Alemagna publicado por Combel que no tiene desperdicio y deberían leer, tanto padres, como hijos.


En él nos encontramos con una situación muy común entre las criaturas: el primer día de escuela. Pascualina, una murciélago muy comodona, no quiere ir a la escuela ni en sueños (de ahí el título de este álbum) y, como por arte de magia, sus padres se hacen diminutos, tanto que decide llevárselos al colegio a modo de venganza. Al principio la cosa va bien, pero conforme pasan las horas, se da cuenta de que el tiro le sale por la culata y llevar a sus padres a cuestas no le deja disfrutar de todas las cosas buenas que tiene la escuela. Se caen en el plato de la comida, hablan cuando no tienen que hacerlo, no le dejan volar… Son un incordio.


Con unas composiciones estupendas, un mundo natural de ensueño y apuntando con sus colores neón al protagonista, la aclamada autora nos acerca a una doble crítica. Por un lado, a ese superpaternalismo que últimamente abunda en las puertas de todos los centros educativos, y por otro, a esa dependencia ficticia de los chavales hacia sus padres más que sobrealimentada y auspiciada por una institución familiar cegada y ñoña. Menos mal que todo termina con la mejor medicina, esa que aúna humor, vergüenzas infantiles y hedonismo educativo.

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