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viernes, 6 de mayo de 2022

Oda a la patata


El alimento más socorrido del mundo es la patata. Fritas, cocidas, asadas, al vapor o incluso crudas, constituyen un alimento básico de la dieta occidental. Algo bastante raro teniendo en cuenta que el origen de la patata es americano, concretamente peruano y boliviano. Una planta de la familia de las solanáceas que se encontraron los españoles cuando llegaron al Nuevo Mundo y que trajeron a este lado del Atlántico como una mera curiosidad que formaba parte de los recién estrenados jardines botánicos o a modo de planta ornamental en los palacios de aristócratas y monarcas europeos.


Sí, señores, la patata o Solanum tuberosum (nombre científico al canto), antes que comestible, fue decorativa. Una imposición cultural basada en dos hechos. El primero fue que tardó en aclimatarse bastante a estas latitudes y los varietales que se consiguieron producían tubérculos muy pequeños. La segunda razón es algo oscurantista, ya que si tenemos en cuenta que los frutos de la patata son tóxicos debido a sus alcaloides (algo parecido le pasa a la belladona o la mandrágora, que pertenecen a la misma familia botánica) y que las partes aprovechables se crían bajo tierra, el cristianismo la catalogó con cierto aire demoniaco.


Llegado el siglo XVII, la suerte de la patata fue cambiando hasta convertirse en uno de los pilares de la dieta irlandesa, alemana o flamenca. No es de extrañar teniendo en cuenta que las patatas son un alimento bastante completo ya que además de almidón, ese glúcido complejo que aporta mucha energía, contiene azucares simples (de ahí su ligera dulzura), fibra (la piel, señores, hay que comerse la piel), vitaminas C y B6, iones minerales como potasio, magnesio, fósforo, calcio, hierro y zinc, algo de proteína y agua, mucha agua.


A pesar de tanta cosa buena, no se dejen engañar por la patata y tengan en cuenta que son bastante adictivas por tener sabor umami (si abren una bolsa de patatas fritas no pueden parar de comer) siempre y cuando no se coman esas partes verdes que a veces aparecen en ellas y que contienen solanina, un metabolito que producen cuando les da la luz y así defenderse de hongos y otras plagas.


Seguramente ustedes conocen variedades de patata que se cultiven cerca de donde viven (se han contabilizado unas siete mil diferentes en todo el mundo), pero en España son muy conocidas las gallegas o Kennebec (¡Ese pulpo con cachelos!), las de Canarias (hasta 102 variedades de papas diferentes entre las que destacan la negra y la bonita, ideales para acompañar con mojo), y las de El Salobral (que uno barre para casa).


Y si quieren conocer alguna que otra curiosidad sobre este tubérculo harinoso, solo tienen que bucear en El rey patata, un álbum de Christoph Niemann publicado por Malpaso que, basado en hechos históricos, nos traslada a la época en la que la patata todavía no era mirada con buenos ojos por el ciudadano de a pie, y Federico II el Grande de Prusia ideó un plan para que sus súbditos empezaran a probarla y cultivarla para poner freno a las hambrunas de aquellos días.


Utilizando fotografías y tampones de patata para elaborar las ilustraciones (seguro que todos ustedes lo han hecho alguna vez), el autor desarrolla una historia que bien merece un aplauso, no solo por el contenido informativo, sino por encontrar una vía más que adecuada para la narrativa gráfica y que tanto puede extrapolarse a las experiencias de lectura (¿Imprenta? ¿Estampación?) y otros momentos de recreo, donde la sencillez y el contraste hablan por sí solos.


Composiciones bien pensadas, motivos repetidos, una paleta de colores reducida y dosis de humor son las claves en un libro que ha pasado desapercibido por las estanterías pero que bien merece la pena ser reseñado por las posibilidades que entraña, tanto en competencia lectora, como en lo que se refiere al aprendizaje y el juego. Todo con un puñado de patatas. La reina de los tubérculos.

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