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viernes, 15 de diciembre de 2023

Recomponer los platos rotos


Occidente está a rebosar de psicólogos. Una plaga. Y cuando hago semejante afirmación, no solo me refiero a su capacidad de proliferación, sino a otras connotaciones más devastadoras.
Como ya he dicho en otras ocasiones, esto de estar en manos de la neuropsicología, la psicología afirmativa y demás terapias exploratorias, si bien es cierto que a algunos les aligera sus miedos, a otros nos señala como culpables en una sociedad cada vez más frágil e infantilizada donde cualquier palabra es susceptible de ser manipulada y sacada de contexto.
A lo que yo respondo: ¿No querían asertividad? Pues aquí tienen una poca. Sobre todo cuando nos echan los perros sin mediar palabra, tergiversan lo que decimos y nos acusan de destructivos.


Lo más inteligente no es ponerse a lanzar improperios a diestro y siniestro, sino saber convivir con lo que nos toca de la manera menos dañina posible, un ejercicio que si bien hacíamos hace cientos de años, parece que se ha olvidado en unas sociedades donde el paternalismo de los gobiernos, los medios de comunicación de masas y ese gran laboratorio que son las redes sociales, hacen de las suyas.
Que los demás digan lo que les apetezca, que ya me las compondré yo para levantarme. No hay que cebarse en ese mensaje de eternas víctimas y esperar que todo cambie para, supuestamente, dar forma a ese mundo mejor prometido desde el Walhala político. Más nos vale dejar que las lenguas se desaten, que unos y otros digan, y yo vaya a mi aire. Máxime si lo respiro, que es lo verdaderamente importante. Y bocanada a bocanada, sentir que flotamos en mitad de los que murmuran.


Y aquí viene Issa Watanabe para recordárnoslo con su Kintsugi, un nuevo álbum silente que acaba de publicar Libros del Zorro Rojo y en el que lo poético sobrevuela por todas sus páginas.
Todo empieza con un encuentro entre su protagonista y un pájaro. Ambos se sientan en el extremo de una mesa sobre la que crecen los momentos que los unen. En un instante, una taza se rompe, el pájaro huye y una sombra lo cubre todo. La relación se quiebra, se desmorona, y el conejo comienza una frenética carrera en pos del pájaro. Atraviesa la maleza, bucea en las profundidades. ¿Llegará hasta él?


Watanabe retoma sus metáforas y su fondo negro para narrarnos una experiencia personal que puede extrapolarse a cualquiera de las nuestras. Poesía, melancolía y delicadeza se dan la mano en una amalgama emocional donde la soledad lleva la voz cantante.
Me encantan los objetos reconstruidos, el simbolismo de la taza, ese universo submarino en el que las formas de vida pierden su color. Lo que pueden parecer fantasmas, me recuerdan a esas imágenes que Ernst Haeckel dibujó para su Kuntsformen der Natur, una de las obras magnas de la ilustración científica.


Todo eso y mucho más, establecen más de una razón por la que la autora peruana elige el arte japonés para dar título a esta obra, haciendo así hincapié en esa dicotomía entre la fractura y las segundas oportunidades que tanto merece la pena recordar a la hora de entender que nada volverá a ser como antes, pero que siempre queda un resquicio para hacer germinar nuevos instantes.

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