Se respira mucha sensiblería en el ambiente. Un deje pueril e insustancial que flota en este aire insano. La concentración de sentimentalismo por metro cuadrado supera los mínimos permitidos y vamos a sufrir un síncope con tanta ñoñería. Y lo peor de todo es que muchos han hecho de esto su santo y seña.
La supuesta cultura parece un nido de abuelas que se dedican a babear a costa de su pueblo natal (cuando hace más de treinta años que se fueron de allí echando pestes) o una tierna infancia (Todo tiempo pasado fue mejor a pesar del frío negro y una dieta a base de gachas). Los gurús saben qué discurso vender a unos ignorantes que, instalados en su diván, se llenan de miserias ajenas con las que idealizar su propia existencia.
Cadenas radiofónicas, teatros, salas de conciertos, cines y bibliotecas. Agitadores al margen, todo está en manos de corrillos de beatas que, disfrazadas de asistentes sociales, dedican sus esfuerzos a la solidaridad y el buenismo mientras reparten demagogia y parasitan mis impuestos.
Los carnés de afiliado, además de cartillas de racionamiento, se parecen a esos libritos de oraciones que antaño recogían plegarias con las que alcanzar la gloria divina a base de repetir los mantras que Risto Mejide, El Wyoming y Roy Galán nos dictan desde sus púlpitos de mamporreros sagrados. Si Gandhi bajara del Swarga, no habría trimurti que lo salvara.
Dicen que los demás huelen a rancios y casposos, pero ellos se pasan de mojigatos, victimistas y compasivos. Nos llaman pecadores, y hasta inhumanos, pero me gustaría saber la de ríos de mierda que corren por sus venas. De este modo, impiden que el populacho, la gente de a pie, escudriñe territorios que también tienen mucho que decir, que nos hablan de otras maneras. Sin condescendencia, sin maternalismo, sin suavidad. Han conseguido reducir tanto nuestra capacidad para observar el mundo, que la curiosidad está rendida ante una verdad cada vez más empobrecida.
Crecer, levantarse, mirar a lo lejos, a las briznas de hierba. Más nos valdría aprender a usar los abrirlos, detenernos en los detalles, a contemplar el mundo desde muchos ángulos, sin ese deje vomitivo que nos nutre de carroña a cada paso. Algo a lo que nos invita Volver a mirar, un álbum del mexicano Andrés López, flamante ganador del Premio Bolonia Ragazzi, que ha publicado este año la editorial SM.
Algo se está construyendo en mitad de la selva. Todos los trabajadores están centrados en su tarea. Todos no, hay uno que se deja seducir por lo que se esconde entre la maleza, en un pozo, sobre el aire. Se queda atrás. ¿Acaso se aleja de la realidad? Más bien se acerca. No tiene miedo. Por eso, la casualidad, le regala la mirada.
Me gusta ese aire clarividente que desprenden sus imágenes, un escrutinio sobre lo mínimo, pero también de lo superlativo. Con un juego de lentes muy cinematográfico, el autor se pierde en la óptica de un mundo lleno de matices, colorido desbordante, composiciones estudiadas, sobresaltos, secretos y evidencias, recovecos y perspectivas sobresalientes.
Pues un pintón que tiene el libro. Sobre la realidad... ¿Por qué crees que leemos? No es hoy, es siempre.
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