Algunos nos pasamos la vida aprendiendo. De esto, de aquello y de lo de más allá. Invertimos nuestro tiempo y dinero en recibir cursos, leemos con voracidad manuales y artículos y debatimos con otros compañeros en pro de un ejercicio articulado y completo. Sin embargo, llega un momento en esa vida formativa en el que, por mucho que nos empeñemos, ya no conseguimos empaparnos de grandes conocimientos.
¿Acaso lo sabremos todo? ¿Hemos llegado a la cumbre de la sabiduría? Ni mucho menos. El aprendizaje experimenta una curva logarítmica en la que se observan tres fases, una inicial en la que los conocimientos se adquieren muy rápidamente, otra intermedia en la que nuestra capacidad para añadir elementos novedosos disminuye, y una última en la que alcanzamos el límite y donde las nuevas aportaciones son testimoniales.
Ese es el momento de recurrir a los grandes. Vivos o muertos, quienes han contribuido de un modo superlativo a una determinada disciplina son los únicos con cierta capacidad para hacernos reflexionar sobre lo que podemos aportar a esa parcela concreta llamada ilustración, astrofísica o neurociencia.
Sumergirse en su obra, darles vueltas y experimentar sobre ellos es un plan más que apetecible en ese afán constructivo por el que muchos nos pirramos. Cajal nunca hubiera descubierto la neurona si no hubiera mejorado las tinciones de Camilo Golgi, ni James Joyce podría haber hilvanado su Ulysses sin la Odisea de Homero. Revisitar el canon, los clásicos, nos ayuda a repensar todo aquello que hemos aprendido.
Este debe ser el motivo por el que Imapla (sobrenombre de Inma Pla) se ha atrevido con un proyecto basado en dos grandes autores de LIJ como Hans Christian Andersen y Leo Lionni. La patita fea, un álbum publicado por Océano Travesía, surge del empeño de la autora y la compañía de Daniel Goldin, uno de los grandes en la edición infantil y juvenil.
Tomando como punto de partida el clásico de Andersen pero cambiando el género de su protagonista, Imapla nos cuenta la historia de una pata que pone uno, dos, tres, cuatro y cinco huevos, los empolla y tiene ¿seis? Patitos, de los cuales, la última es grande y desgarbada. Como no se siente a gusto en su familia, la patita decide marcharse y descubrir el mundo exterior.
Si bien es cierto que en el inicio reverbera en cuento de Andersen, conforme empezamos a pasar las páginas, observamos los giros típicos de una autora que juega con nosotros a golpe de unos recursos narrativos muy gráficos que suenan a Lionni. Manchas de colores circulares que recuerdan a Pequeño azul y pequeño amarillo se funden en una algarabía que rompe el marco de lectura y nos ofrece con surrealismo nuevos puntos de vista con los que interpretar al pato que se transformó en cisne.
Metáforas visuales, composiciones estudiadas y mucho minimalismo se articulan para crear un divertimento que a un mismo tiempo nos confunde y nos abre nuevas puertas con las que desbordar el discurso sin ese punto constructivista que tanto gusta en el ámbito de la LIJ. Transformar y crear. Dos verbos fundamentales para hablar de un álbum que probablemente pasará desapercibido para el gran público pero que bien merece un aplauso.
Gracias por tus palabras.
ResponderEliminarSolamente espero que te equivoques y que el libro llegue a un gran público que tenga ganas de contar hasta seis, mirar bolitas de colores que suben, bajan, se dan un chapuzón... y muchas cosas más.
Larga vida a los clásicos!
¡No hay de qué! Y ojalá me equivoque. Eso significará que las miradas empiezan a cambiar y, sobre todo a divertirse. ¡Mi enhorabuena!
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