Nadie puede decirme que las familias desestructuradas no son el comodín del público. Que has violado a tropecientas chicas. Familia desestructurada. Que sufres de alcoholismo o eres un ludópata. Familia desestructurada. Que tus calificaciones son paupérrimas. Familia desestructurada. Que eres alérgico al huevo y la lactosa. ¿Familia desestructurada?
Si bien es cierto que estamos en una época socialmente convulsa en la que divorcios, padres solteros, adultos super-ocupados y abundancia de caprichos son las bases de la vida familiar, también hay que apuntar a la deriva victimista que ha tomado esa denominación, toda una coartada para dar explicación a cualquier diatriba infanto-juvenil que se precie.
Si los niños no tienen ninguna responsabilidad en su comportamiento, son seres inocentes e inconscientes y actúan desde la más absoluta impunidad, los padres no se quedan atrás. A base de ansiolíticos, terapeutas y meditación ayurvédica, nos han colado esa de que ser padre es más complicado que ejercer de CEO en una auditora internacional y que los hijos son piezas de ingeniería extraterrestre.
Menos mal que los que nos dedicamos a las criaturas sabemos de sobra cómo funciona el cotarro y confiamos en la capacidad de los chiquillos para sobrevivir ante tanto despropósito. Al final va a llevar razón un compañero con aquello de que da igual los que tengas, porque se crían solos o, al menos, se acostumbran a todo. Prueba de ello es el libro de hoy.
El hijo del astronauta es un álbum de Elena Val recién publicado por la editorial Ekaré en el que se nos cuenta la historia de un chaval al que conoce todo el barrio. Su padre es astronauta y hace mucho tiempo que no lo ve. Por eso se dedica a fantasear con su vuelta y con todo lo que harían juntos, como jugar con un balón enorme o sumergirse en mitad del océano.
Con una puesta en escena muy colorista y nocturna (la luna, la luna, siempre la luna) este álbum tiene un punto muy enigmático, ya que no sabríamos decir muy bien donde esta ese padre. Me despista su narrativa. Por un lado busco el detalle que me revele su paradero, pero por otro, pienso que no hay ni trampa ni cartón y realmente está en la estación espacial internacional prestando sus servicios durante una larga temporada.
Al mismo tiempo encontramos montones de detalles hermosos. La superficie de nuestro satélite se dibuja en la sopa que llena el plato, los columpios adoptan la forma de un cohete, fotografías de astronautas que cubren las paredes y el pez, ese pez que el niño abraza en la portadilla… Todo un sinfín de referencias que nos hacen alunizar junto a su protagonista y nos trasladan a universo tan onírico como metafórico.
Un libro que indaga en los deseos de un hijo cuya figura paterna está ausente. ¿Habrá muerto? ¿Trabajará lejos? ¿Existirá? ¿Nos da igual? Simplemente es el interruptor que desata un discurso que ahonda en el poder de la imaginación, en esa capacidad homeostática de los niños, de darle la vuelta a una realidad que la mayor parte de las veces es dolorosa. O bueno... quizá el niño vive tan en la luna que el astronauta es él mismo. Todo es posible. Y eso me gusta.
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