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lunes, 12 de mayo de 2025

Rabia, tristeza y lodo


El que piense que las relaciones familiares son muy sencillas, que levante la mano para que los demás podamos apedrearlo… Y lo digo muy en serio porque teniendo en cuenta como está el patio, lo más normal es que los parientes se tiren los trastos a la cabeza y riñan por cualquier estupidez. Herencias, cuñados, yernos… cualquier excusa es buena para ahondar en relaciones complejas que, a golpe de infancia, se van enquistando.


Y es que eso de que todos los hijos, padres, sobrinos y nietos son iguales es una mentira como una catedral. La típica coletilla que todos nos aprendemos para no hacer distinciones y evitar los conflictos con algo de diplomacia. Si todos somos diferentes, ¿cómo vamos a desempeñar el mismo papel en la tribu, en la mínima expresión social?
Hay hijos que son más cariñosos y otros que viven con el morro torcido, nietos que se prestan a cualquier recado y nietos que pasan de todo, abuelos que cuidan de todos los nietos y los que sirven a unos pocos elegidos. Hay tantas variantes que no podemos ser equidistantes con cualquiera por el mero hecho de compartir un porcentaje de nuestros genes. Y la gente debe ser consciente de esta realidad.


Eso no quita para que la familia duela y podamos echarle un cable, pues a fin de cuentas, hemos compartido mucho tiempo, sobre todo el de la niñez, ese cúmulo de circunstancias que nos moldean hacia el futuro. Sí, la infancia: ¿El germen de nuestras miserias o un espacio reflexivo? Cada uno que elija su camino, que bastante tenemos como para andar con reproches familiares. Lo decimos yo y la Alemagna, en su último libro.


Cada tarde, Sen se acerca al colegio para recoger a su hermana pequeña, Yuki. Todos los días la misma ceremonia; Sen le da las llaves de casa, se esconde bajo su capucha y camina a tres kilómetros por delante de ella. Hasta que un día, Yuki, llena de cólera, decide tirar las llaves por la alcantarilla para darle una lección a su hermano. Lo que en principio parece un acto de venganza por el desprecio fraterno, se convertirá en el comienzo de una aventura a través de un misterioso reino gobernado por Su Alteza Lodo, Princesa de Barro, un personaje que, mostrándole los rincones de su territorio, también le permitirá indagar en sus sentimientos más oscuros.


En este libro publicado por A buen paso), Beatrice Alemagna además de utilizar sus característicos colores neón (para el álbum que nos ocupa el elegido ha sido el verde) y explorar las relaciones familiares, recrea un universo muy particular en el que podemos encontrar guiños a la Alicia de Carroll (a día de hoy, un desagüe equivaldría a ese hueco en el árbol por el que huye el Conejo Blanco), La reina de las nieves de Andersen (en una versión más subterránea) o a los universos oníricos de Miyazaki (no me dirán que los moquitos no se parecen a los kodamas de La princesa Mononoke pero en su versión más oscura y untuosa).
El barro, la suciedad, la basura y los desechos se amontonan en un espacio claustrofóbico que, a modo de estercolero emocional, va consumiendo a nuestra protagonista en una mezcla de ira, rabia y tristeza que chorrea por las paredes de ese reino tan infecto como necesario.


A pesar de lo complicado del tema, la autora italiana consigue hilar una historia con muchas fisuras por las que asomarse como protagonistas o como espectadores. La Jungla negra, el Lagondite, el Museo de los detestables o la Rabioteca. Todo articula un recorrido por las diferentes emociones de Yuki que se desbaratan gracias al grito ¿auxiliador? ¿liberador? ¿culpable? de su hermano y culminan con esa escena en un balcón desde el que se divisa el exterior. ¿Pero saben que es lo más bonito de todo? Que ningún adulto se asoma a las escenas para mediar en el conflicto, y eso, dados los tiempos que corren, es maravilloso.

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