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miércoles, 3 de junio de 2009

De islas. De flores.

En plena primavera, quizá un poco tardía, me suelo poner las pilas y empiezo a recolectar todo tipo de semillas, esquejes o plantas que creo pueden embellecer mi vida un poco más (la vida es bella por el simple hecho de existir, si no fuese así otro gallo nos cantaría y descansaríamos bajo un ciprés en cualquier camposanto). 
Que si le birlo a mi madre una cintas y un tallo de la planta del dinero, que si recojo algunas semillas de las caléndulas del jardín de la esquina, que si voy a hacer de pedigüeño a la casa de doña Pilar para plantar unos cactus, que si La Ascen me da unos aloes…, y de semana en semana observo como van creciendo las macetas que reverdecen mi terraza. 
No es que pretenda montar un vergel en unos escasos metros cuadrados, pero cualquier hogar, modesto o grandioso, agradece una pizca de alegría, más todavía si es de procedencia natural -no hablemos de flores de plástico que puedo palidecer…- para convertirse en una suerte de isla solitaria, en un oasis en el que refugiarse de vez en cuando.


La novedad de hoy, aunque muy recomendada para los aficionados a la jardinería, es para todos los públicos y para casi todos los bolsillos -aprovecho para defender el libro como bien de consumo básico-. 
Si echamos un vistazo a la LIJ más actual, de una pasada reconoceremos bastante trajín agrícola (El jardín subterráneo, La señorita Emilia o La jardinera por ejemplo), una buena metáfora para explicar ciertos asuntos terrenales, pero si atendemos al título de hoy, Una luz diminuta surgió de la nada de Einar Turkowski (Libros del Zorro Rojo), podemos señalar una historia con menos enseñanzas pero igual de hermosa. 


En él, Turkowski, autor del también genial Estaba oscuro y sospechosamente tranquilo, nos brinda la historia del señor Ribblestone, un aficionado a la jardinería que vive aislado del resto del mundo y dedicado por entero a las plantas, ve alterada su rutina por una extraña planta que comienza a brotar en sus dominios. Crece bajo sus cuidados, su atenta mirada, hasta que un día se ve coronada por un enorme capullo que nunca florece...
Una fábula moderna que exhala belleza, no sólo por un texto sincero, sino gracias a unas ilustraciones que, llenas de detalles y a pesar de estar realizadas íntegramente en blanco y negro, exhalan una fuerza más que palpable gracias a un carácter y técnica muy personales. Emborrachadas de surrealismo y estudiadas composiciones, los híbridos industriales, el croquis y la plumilla se abren paso y vuelven a hacer de las suyas en el lector contemplativo.


En definitiva, una historia que , lejos de epopeyas y leyendas varias, pretende narrar con un toque mágico y misterioso, un cuento cotidiano cargado de lirismo. El jardinero que ama las plantas y dialoga con ellas también nos cuchichea un consejo: ama la naturaleza, lo simple, la belleza, quizá ella te alumbre y encuentres la razón de tu mera existencia.

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