Para Manuel, a quien apellido Hesse, esperando que sepa elegir...
Si de gustos hablamos, concretamente los de un servidor, podrían calificar de curioso lo que sucede con esta parte de mi persona –haciéndolo extensible a otros seres humanos, por supuesto-.
Existimos individuos con un olfato especial para las exquisiteces, bien sean palatales o de otra índole y naturaleza. Allá donde haya algo realmente especial, estamos los selectos catadores, pululando como gallináceas ansiosas de meter el cuezo.
Expertos seleccionadores de joyas, sean estas gastronómicas, humanas, textiles, sonoras, tecnológicas, cinematográficas y, cómo no, literarias, son necesarios en todos los ámbitos, incluso el amoroso. No crean que es tarea fácil seleccionar aquello con calidad y prescindir de lo corriente y vulgar…, que sobre el orbe terrestre hay basura a espuertas y son de agradecer unas hojas de melisa abriéndose camino entre millones de ortigas.
¡Y ojo con equivocarse!: uno puede vestir a la última moda, creerse diferente, en definitiva, especial, y captar las miradas de atención del resto de transeúntes por lo vulgar del atuendo.
Eso es lo que le pasa a El pequeño rey de las flores, protagonista del ya clásico álbum de Kveta Pacovska que nunca viene mal recordar por estos lares monstruosos.
En él, Kveta nos cuenta un pequeño cuento de hadas en el que un príncipe que no levanta tres palmos del suelo se dedica a cultivar flores durante todo el día. Se siente solo y, un día, se da cuenta de lo que necesita: una princesa que le haga compañía. ¿La encontrará?
Con esta pequeña idea argumental, Kveta se permite llenar todo de colores. Montones de tulipanes se hacen eco de un título que es bastante sugerente y recuerda a otras historias como la Pulgarcita de Andersen en el que un ser diminuto habita en armonía con esa naturaleza omnipresente que lo acoge y considera parte de ella.
Por otro lado le permite hablar del amor, un amor puro y muy infantil donde los personajes comparten su tiempo y pequeños detalles. Un sentimiento al que Pacovska le imprime un minimalismo que nunca viene mal recordar en estos tiempos de abundancia y postureo.
Composiciones muy estudiadas, troqueles que anticipan elementos y juegan con la perspectiva y la profundidad, ventanas y juegos tipográficos a través de los cuales Pacovska capta nuestra atención y deja volar la imaginación son recursos técnicos que se han convertido en el santo y seña de su poderosa narrativa que recuerda a grandes artistas como Kandinsky o Miró.
Sobre las diferentes ediciones comentarles que mi favoritas son la primera (blanca, apaisada y con tipografía sutil) y la última (un formato más cuadrado y con una tipografía más grande). La que no me gusta nada es la que se hizo allá por 2014 (imagen que precede a este apartado) y que contaba con unas tapas en rojo. Aunque se intuye más alegre y atractiva para el consumidor, me resulta demasiado chocante y satura el posible contraste con el resto de la gama de colores de la imagen.
Para terminar, subrayarles que el trabajo más tedioso y, la mayoría de las veces, desagradecido que tiene el hombre desde su imprescindible libertad, es ELEGIR. Por lo que considérense afortunados si saben hacerlo, más si cabe respecto al amor.
La independencia en el criterio es poco habitual y siempre de agradecer. La valentía: más todavía. Muchas gracias Román por ambas. Lo fácil es subirse al carro de la alabanza general.
ResponderEliminarUn saludito, Miriam