Adoro toparme con contenedores abarrotados de escombros y trastos supuestamente innecesarios con los que algún propietario ha decidido dar un giro a su vivienda, y por ende, a su vida. Es muy español eso de arramblar con lo viejo, con lo pasado de moda, y sustituirlo por nuevos enseres carentes de identidad y solera, una práctica primaveral que llena las calles de grandes cubetas en las que uno se para a rebuscar, en vez de cebollas, tesoros enterrados entre molduras de escayola y ladrillos desportillados. Muebles centenarios, vajillas de porcelana, sillas desvencijadas, lámparas setenteras, láminas con encanto, marcos de todos los tamaños, bañeras, pilas y hasta alguna muñeca, pueden resultar útiles a cualquiera que les busque un nuevo cometido o, en su defecto, una nueva ubicación.
Las grandes ciudades se llenan de traperos con corbata y chatarreros de buen ver (¿me contaré entre ellos?) que, a sabiendas del valor que tienen la cosas, ojean entre amasijos de desperdicios para dar con productos a reutilizar que vistan su vida con una nueva perspectiva… Aunque discrepo en el modus operandi con el que muchos consistorios llevan a cabo el reciclado de ciertos materiales (no me parece bien que empresas subcontratadas se enriquezcan de la voluntad ciudadana y que estos individuos concienciados no reciban nada al respecto cuando las empresas productoras incorporan a los precios finales de sus productos tasas de reciclado), sí estoy a favor de la reutilización, es decir, hacer un uso complementario de las necesidades y la imaginación para no malgastar ni energía ni materias primas. Dar rienda suelta a las ideas para resucitar lo que otros desechan, siempre resulta un ejercicio gratificante para uno mismo y que, por otro lado, colabora con el mantenimiento medio ambiente.
Pero (siempre hay alguno) para llevar a buen término estas acciones, claro está, hay que darle muchas vueltas a todas las posibilidades, destruir prejuicios y levantar andamios para, sobre las ruinas, crear locuras, encender nuevas luces. Por ello, hoy les recomiendo Sombrero, un álbum ilustrado de Paul Hoppe y editado por Flamboyant, que a través de los ojos infantiles, nos habla de la utilidad de las cosas, de las historias que hay detrás de cada objeto abandonado.
a mi me encantó este libro, aunque la editorial me resulta bastante desconocida como editorial de literatura infantil.
ResponderEliminarCarmen