Si
la sabia esfinge tuviera que formularle a cualquiera de mis alumnos, Edipos de
un mundo nuevo, extraños acertijos, probablemente más socarrones y de rima
asonante que los del pasado, en vez de derrotada, quedaría perpleja ante las
salidas de tono e incongruentes comportamientos de la tan empercudida
adolescencia del presente. Aunque el profesorado lleva lo suyo, compadezco la
chepa de algún que otro padre, sobre todo de aquellos que prefieren apretar las
tuercas de tan volanderas chavetas en vez de acallar las continuas quejas de
sus púberes a golpe de “smartphone” o “tablet”.
Emperejilados
con las creaciones de Inditex© y emborrachados
de una atmósfera a caballo entre laca barata,
colonias del todo a cien, cigarrillo mal apagado y efluvios animales, los
pasillos de cualquier centro educativo, más que terroríficos, son el caldo de
cultivo ideal para dejar correr a raudales los instintos más básicos y
descargarse del lastre más soez de esta adulterada raza humana… Sin dilación: la
localización perfecta para una película sórdida y turbadora (Señor Haneke, tome
nota).
Las
pasadas vacaciones, además de permitirme desconectar del rutinario mundo de las
pizarras y las hormonas, me ha llevado por la maravillosa senda de las librerías,
unos lugares que hay que frecuentar (sin excesos, como todo…), donde me he dado
de bruces con un álbum ilustrado sencillamente genial -a la vez que imprescindible- y que tiene mucho que ver
con los adolescentes y su particular idiosincrasia. Mi madre es un troll de Helen Limon y Sara Ogilvie (sacado a la luz
por el tándem editorial Milrazones y Pepa Montano) nos traslada a la literatura
del doble sentido, las realidades adulteradas y los cruces de punto de vista, enmarcándolos
en esas visiones deformadas que se reflejan, día a día, en cualquier joven en
la edad del pavo.
A
pesar de las críticas (unas veces risueñas, otras no tanto) que el
incomprensible adulto lanza sobre niñatos de toda clase y condición, no hemos
de olvidar que sobrevivir a la adolescencia es una guerra que pocos ganan, una
lucha efímera y necesaria que provee a nuestra especie de tormentos y sufrimientos
que llenan de cicatrices el corazón. Por ello, aunque firmes ante la larga y
tortuosa pendiente de los quince años, debemos mostrarnos comprensibles ante la
fragilidad que abarrota las aulas.
¡Hola!
ResponderEliminarEl título parece muy acertado. No en vano, el sentimiento remanente es generalizable a la gran mayoría de la juventud. ¿Quién no ha pensado eso alguna vez durante la adolescencia, formulado de uno u otro modo? En definitiva, el título de por sí promete.
Saludos,
Isa Romero Cortijo.
"Pablito" está a punto de nacer...