A
pesar de creernos afortunados por haber nacido en una sociedad supuestamente avanzada,
he de apuntarles la todavía persistente involución que nos lastra a tiempos
pasados y en la que, desgraciadamente, gran parte de nuestro país subsiste
anquilosada a base de unos grilletes invisibles que lo devoran y consumen día a
día. La pobreza, no sólo esa desnutrida de billetes y otros enseres (es curioso
constatar que en España no faltan móviles ni ropa de marca), sino la que diezma el alma a base de carencias emocionales y formativas, es nuestra verdadera
vergüenza.
Se
habla de nuevos proyectos educativos, de nuevas perspectivas sociales, de
inteligencia emocional. Se habla de las muchas tonterías que políticos pillastres
y arribistas inventan para acallar pensadores y otros monstruos con rumbo fijo
y desplegadas velas. Se habla de cómo esos buitres que hablaban de socialismo se
convierten en caciques de sus cuarenta y nueve hectáreas. Se habla de los
apeaderos que las líneas de AVE tienen en las fincas privadas, de cómo las
bocas hambrientas de las rehalas babean por las miserias y otros sobrantes que dejan
en el terruño los pudientes. Se habla de nacionalismos paletos y horteras, de
escisiones innecesarias y otras maldades inventadas para los ignorantes. Se
habla de los mítines domingueros, donde mamporreros insulsos y sin gracia pregonan
toda sarta de gilipolleces, envalentonados por su posición privilegiada. Se
habla de este país como si nunca se hubiera leído... Pero la mayor herida de
este país es, sin duda, nuestra ignorancia… Lo digo a sabiendas de las aldeas,
pueblos y ciudades de provincia a las que he sobrevivido. Lugares todos ellos
alejados de un mundo donde el pensamiento se ancla en valores obsoletos, en
prejuicios estúpidos y en lazos arcaicos. Donde es más importante dejarse
llevar, aparentar, fingir, parecer y callar, que vivir…
Pese
a ello, sigo recorriendo el frágil hilo de la vida, en estos lugares en mitad
de la nada, sitios donde, a veces, a modo de rayos de sol, florecen personas de
bondad infinita y gran corazón sobre las que, marchitas por el pesado aire que
se respira, lloramos como si de santos inocentes se tratasen.
Delibes,
Miguel. 2001. Los santos inocentes.
Barcelona: Planeta
De tus mejores posts, Román... Le has dado de lleno. Ese orgullo de ser ignorante es muy estúpido y muy español. Que no exclusivo de la pobreza ni de lo rural; en las mejores casas y en las ciudades más modernas hay orgullo de la ignorancia, de no querer saber más de lo que se sabe, de no saber por qué ocurren las cosas, ni de lo que pasa a su alrededor, de agarrarse a una bandera y no escuchar más, de no querer sufrir...
ResponderEliminarEso me han dicho de este libro: es mejor ignorarlo, porque para leer tristezas...
La pena es perderse un libro tan GRANDE. Que algo hemos de aprender del dolor.
Confieso haber pecado de orgullo de ignorancia. Seguro que sigo pecando, pero también lucho por disipar mi estupidez.