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lunes, 7 de abril de 2014

¡Semos rarunos!


El empeño del personal es criticar. Comentar, definir, juzgar o mofarse de los demás está a la orden del día, una serie de tareas que ensalzan la costumbre tan sureña del modus vivendi basado en escudriñar a otros antes que a uno mismo, regla de oro que ha conseguido concluir en que un servidor (y otros tantos) sea un bicho raro.
Señores, señoras, se ve que soy raro, extraño, diferente o simplemente algo excéntrico de la tónica imperante. Quizá soy yo, sólo que algunos de mis congéneres no están acostumbrados a la gente tan maravillosa como el que aquí suscribe. Quizá lo que suceda es que los tenga desorientados y no saben qué opinar (o todavía no se les ha ocurrido…). El caso es que primero maman prejuicios… Que si “¡Este es un cretino!”, “¡Míralo, qué pedantón!”, “¡Madre mía, ese retorcido y malaje!”, “De ese no se puede fiar uno, siempre con sus dobleces”, “¡Parece mentira que sea maestro…!”, “¡Podría dedicarse a provocador profesional!”, “Uy, uy,uy, ¡del de DVLM LIJ, mejor ni hablar!”. Acto seguido se decantan por cuchichear que si estoy loco, mi cabeza no lubrica adecuadamente o que ha sufrido diversos traumas que me han dejado de los nervios. Y por último, cuando se dignan a conocerme, veo que sus caras reflejan cierta perplejidad porque, aunque constatan todo lo anteriormente dicho y pensado, dan fe de que soy de carne y hueso y sufro la mayor parte de los avatares de una vida perra como la humana, algo que les deja deshinchados y hasta un poco decepcionados.

Si les soy sincero, aunque la mayor parte de las veces me da por culo que el vecino se dedique a vigilar mis movimientos y conspirar contra mi persona,  me alegra sentirme la estrella de la escalera, me divierte dar que hablar, que los demás tengan tal empobrecimiento personal que pasen los días fijándose en mis aciertos y torpezas, en que les moleste el colorido de mi ropa, que las plantas florezcan en mi balcón, que mis palabras sean afiladas, leves o punzantes o que las arrugas no hayan aparecido en mi rostro. En definitiva, al personal (rebosante de envidia) le jode todo y yo les digo desde este lugar: que se anden con ojo, que no cuchicheen con tanta ligereza a los monstruos que, como yo o la Adelaida de Tomi Ungerer (Editorial Kalandraka), además de tener rasgos que nos diferencian de los de nuestra especie, pueden que esos mismos, algún día, salven a más de uno de un incendio o, por qué no, de sí mismos.


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