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lunes, 9 de febrero de 2015

Encontrar un amor


Cuando uno busca desesperadamente el amor, generalmente, no lo encuentra. En cambio, cuando nos dejamos llevar por los devaneos del azar, solemos chocamos de bruces con alguien que, de pronto, nos llena de algo que desconocíamos.
Aunque no negaré que muchas veces es cierto que la suerte (buena o mala, según se mire…) juega con los sentimientos, otras tantas somos nosotros quienes colocamos obstáculos en ese camino hacia el amor. Bien por nuestros complejos, bien por nuestro pasado, bien por las lágrimas futuras, o bien por el miedo que asola a los hombres, ralentizamos el ritmo que bombea la ilusión, esa que a veces se marchita y no nos deja sentirnos vivos, no nos permite bailar al son del amor real (que no ideal).



Relájense, no idealicen esos tropezones repentinos, esos encuentros de película. No se dejen minar por el mundanal ruido, uno que,  sin focos, ni vestuario, luce de otra forma sobre la gran pantalla, sobre las hojas de los libros como el que hoy les traigo aquí. Uno donde Herman y Rosie (escrito e ilustrado por Gus Gordon y editado por la editorial Corimbo en castellano), gracias a los ligeros sonidos que cruzan la noche y la suerte de la música, se encuentran entre las tenues farolas de una gran ciudad, una que, con su sombra contundente, arrastra a los débiles por laberínticos callejones sin salida y los embriaga de soledad.


Por ello, no olviden este mensaje: a pesar de los moratones que recubren el corazón, de los golpes y desilusiones, de las rupturas y los entierros, de las ya olvidadas agencias matrimoniales, de las páginas y aplicaciones de móvil que nos guían a la hora de encontrar pareja en el ciberespacio, de los amigos casamenteros y otras celestinas, de las familias prejuiciosas y de otras tantas miserias: no se olviden de soñar. La magia está en cualquier esquina, en la cola del supermercado, en la gasolinera de la esquina, en la verbena del pueblo y en las tiendas de manualidades. Recuerden que las medias naranjas están en la calle, maduran por ahí fuera, crecen sobre los paseos, sobre las mimosas que campan enfrente de la ventana, se pintan de brillantes colores, de dulces sabores… Sólo hay que estirar un poco el brazo y cogerlas con una caricia.


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