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miércoles, 22 de abril de 2015

De complejos infantiles y adultos amargados


Aunque un servidor tenga muy presente aquello de que la felicidad pasa por quererse a uno mismo, hay mucha gente que no lo tiene tan claro y, en vez de pasar por este mundo con la mayor de las alegrías, viven amargados por culpa de sus propios complejos, esos que nos acompañan desde la cuna. El ir suavizándolos o agudizándolos, depende más de uno que de los demás (no nos olvidemos que al resto les importan bien poco y que, simplemente, son un mal menor con el que pueden jugar a su antojo).
Quizá los cánones tengan mucho que ver en esto de la perfección (algo que nunca me he creído por mucho que la televisión, el cine o las revistas se empeñen), pero la capacidad para decidir si la imperfección es lo único realmente maravilloso que envuelve a esta especie humana, reside en nosotros, unos dioses quiméricos atestados de diferencias y a los que ser feos o guapos, simpáticos o antipáticos, gordos o flacos, rubios o morenos, condiciona directa o indirectamente en su vida diaria.


Según la psicología (esa ciencia que sabe solucionarlo todo y no arregla nada), la mayor parte de los acomplejados pasan por un proceso bastante similar que integra las mofas de los iguales en edad infantil, la vergüenza de la víctima, la aproximación a otros con similares problemas y el crecimiento personal a lo largo del tiempo. Además, todos ellos son fácilmente reconocibles: son amables y tienen buenas maneras pero erizan el vello ante la mínima sospecha de agravio, se ponen a la defensiva, hacen personal lo impersonal, sienten envidias familiares y se rodean de acérrimos aduladores. En ciertos casos (yo diría la mayoría) también deberíamos incluir la venganza, ese medio terapeútico tan humano que desbarata más que arregla, pero que en muchas ocasiones es lo único que nos queda. Si no me creen les podría citar una veintena de casos bien conocidos (seguro que también ustedes tienen algún caso cercano) donde estos seres acomplejados han tomado la justicia por bandera y han escarmentado a los que otrora eran verdugos, cómplices o, simplemente, se parecían a estos.
Por una vez intenten hacerme caso y preocúpense por deshacerse de los lastres personales, de hacer caso omiso a las opiniones ajenas, de limpiar el odio que ha ido acumulándose en su interior, de aferrarse a los corazones que les ofrecen su mano…, o por el contrario, se convertirán en otros de esos seres grises y malhumorados que se han olvidado de mirar al frente con una sonrisa despreocupada.


Y si mi consejo no les basta y necesitan alguna otra evidencia de estas razones, echen un vistazo a Por qué la señora G. se volvió tan gruñona, un libro ilustrado de Sonja Bougaeva (Editorial Takatuka) que les dará buena cuenta de que los complejos innecesarios, como las dagas, tienen un doble filo: aquel con el que nos hieren los demás y aquel con el que nosotros nos herimos.

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