Aunque
un servidor tenga muy presente aquello de que la felicidad pasa por quererse a
uno mismo, hay mucha gente que no lo tiene tan claro y, en vez de pasar por
este mundo con la mayor de las alegrías, viven amargados por culpa de sus
propios complejos, esos que nos acompañan desde la cuna. El ir suavizándolos o
agudizándolos, depende más de uno que de los demás (no nos olvidemos que al
resto les importan bien poco y que, simplemente, son un mal menor con el que
pueden jugar a su antojo).
Quizá
los cánones tengan mucho que ver en esto de la perfección (algo que nunca me he
creído por mucho que la televisión, el cine o las revistas se empeñen), pero la
capacidad para decidir si la imperfección es lo único realmente maravilloso que
envuelve a esta especie humana, reside en nosotros, unos dioses quiméricos
atestados de diferencias y a los que ser feos o guapos, simpáticos o antipáticos,
gordos o flacos, rubios o morenos, condiciona directa o indirectamente en su
vida diaria.
Según
la psicología (esa ciencia que sabe solucionarlo todo y no arregla nada), la
mayor parte de los acomplejados pasan por un proceso bastante similar que
integra las mofas de los iguales en edad infantil, la vergüenza de la víctima,
la aproximación a otros con similares problemas y el crecimiento personal a lo
largo del tiempo. Además, todos ellos son fácilmente reconocibles: son amables
y tienen buenas maneras pero erizan el vello ante la mínima sospecha de agravio,
se ponen a la defensiva, hacen personal lo impersonal, sienten envidias
familiares y se rodean de acérrimos aduladores. En ciertos casos (yo diría la
mayoría) también deberíamos incluir la venganza, ese medio terapeútico tan
humano que desbarata más que arregla, pero que en muchas ocasiones es lo único
que nos queda. Si no me creen les podría citar una veintena de casos bien
conocidos (seguro que también ustedes tienen algún caso cercano) donde estos
seres acomplejados han tomado la justicia por bandera y han escarmentado a los
que otrora eran verdugos, cómplices o, simplemente, se parecían a estos.
Por
una vez intenten hacerme caso y preocúpense por deshacerse de los lastres
personales, de hacer caso omiso a las opiniones ajenas, de limpiar el odio que
ha ido acumulándose en su interior, de aferrarse a los corazones que les
ofrecen su mano…, o por el contrario, se convertirán en otros de esos seres
grises y malhumorados que se han olvidado de mirar al frente con una sonrisa
despreocupada.
Y
si mi consejo no les basta y necesitan alguna otra evidencia de estas razones,
echen un vistazo a Por qué la señora G.
se volvió tan gruñona, un libro ilustrado de Sonja Bougaeva (Editorial
Takatuka) que les dará buena cuenta de que los complejos innecesarios, como las
dagas, tienen un doble filo: aquel con el que nos hieren los demás y aquel con
el que nosotros nos herimos.
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