La madre de mi abuela se quedó viuda con cinco hijos y nunca quiso casarse en segundas nupcias. Prefirió ponerse a trabajar como una negra para sacar adelante a la prole, en vez de gobernarse un nuevo marido con el que mantenerse telenda. Sabía muy bien lo que hacía, pues es mejor quedarse pobre pero viva, que buscarse una mortaja buscando un duro. No solo para ella, sino también para sus hijos. Que ella ya había tenido padrastro.
Y no es que todos los padres postizos sean malos. Solo hay que tener un poco de psicología humana y saber algo de biología reproductiva para entender de qué iba el tema en la España de entonces.
Según la teoría general de sistemas, todos sistemas biológicos, incluidos los seres vivos (especies o individuos, ¿qué más da?), tienden a transmitir su información, tanto la contenida en los genes, como la que no (comportamientos), hacia lo futurible. Sean instintivos o no, muchos de nuestros actos están condicionados por el éxito. Y pregunto: ¿qué mayor éxito que sean nuestros propios hijos y no los de otro, quienes trasciendan en el tiempo? He ahí el quid de la cuestión.
Quizá hoy día veamos esto como un atraso, pues el mundo ha cambiado, pero en una época con circunstancias diferentes, cabría esperar que madrastras y padrastros putearan a quienes no fuesen sus hijos. A menos que no tuvieran prole propia o que les sobraran recursos, los hijos del otro pasaban las de Caín. Mulos de carga, mal vestidos, hambrientos, y apaleados. Así era la vida, incluso para los churumbeles biológicos, que en aquel entonces había muchos, no eran tan deseados y la pobreza campaba a sus anchas.
Si esto es así, ¿por qué, teniendo poderío y ningún vástago al que proveer de atenciones, la madrastra de Blancanieves se quiere cargar a la nena? Seguramente habrán leído las explicaciones que psicólogos como Sheldon o Bettleheim han dado sobre el tema, pero hoy le llega el turno a Beatrice Alemagna.
Y es que en su Adiós, Blancanieves, un álbum de gran formato y recién publicado por la editorial Combel, la autora boloñesa toma como referencia la versión primigenia de este cuento clásico recopilado y reescrito por los hermanos Grimm.
Es una buena oportunidad para saber que en la narración original Blancanieves despierta de su sueño debido a un tropiezo y se casa con el príncipe, mientras la madrastra es castigada a danzar sobre unos zapatos de hierro al rojo vivo durante la boda. Y también es la mejor manera para internarse en senderos oscuros que, allende lo literal, discurren por múltiples conflictos ajenos y personales.
En esta ocasión, la figura de la madrastra eclipsa por completo a Blancanieves, la eterna víctima que siempre termina triunfando en la versión clásica. Así se nos presenta una nueva visión, desde el otro lado, el de los celos, la envidia, la vejez, la venganza. Esa representación del mal que se ve auspiciada por emociones básicas que todos hemos experimentado alguna vez, que la relanzan a lo humano y dejan entrever una serie de flaquezas nada ajenas en esta antagonista de cuento.
Un texto en primera persona (¿Acaso pretende ponernos en su pellejo? ¿Acaso sus vidas discurren paralelas?) que se intercala con secuencias de ilustraciones desbordadas sobre la doble página, se entremezclan para crear un discurso inquietante en el que se pueden encontrar muchos matices. Los del sempiterno rosa neón de la Alemagna, los de la negrura del bosque o la terrible melena de Blancanieves, los de tonos ardientes y enfurecidos, los ocres y su dolor, el rojo y la venganza. Un sinfín de reflejos que ensalzan un libro lleno de guiños a Francisco de Goya, Gustav Klimt o la arquitectura clásica desde el expresionismo más sonoro.
Un libro oscuro dedicado a las mujeres y su propia lucha intergeneracional, a las debacles interiores y la tristeza que emana de ellas.