Decimos adiós a un julio inédito en la historia del veraneo
occidental y damos la bienvenida a un agosto que se vislumbra peor todavía. Hoteles a medio gas (los que han abierto), terrazas más amplias y sin
servilleteros, el ocio nocturno diezmado, piscinas semivacías y playas con
mucha mascarilla es lo que estamos viendo en uno de los espectáculos más
desoladores de los últimos tiempos.
Ya saben que intento contemplar la vida con los ojos de un
optimista, que intento quitar hierro al asunto y sacar algo positivo de
cualquier panorama, pero les confieso que un gambitero como yo, poco puede
disfrutar de una situación como esta que promete complicarse con la entrada del
otoño. Convendrán que es difícil abstraerse de una realidad que golpea de
diferentes formas a los hogares más variopintos y mantener una mirada serena
ante los acontecimientos es una tarea titánica.
Lo he probado todo. Quitarme las gafas (que sólo me ha
servido para salvarme de algún cansino postcuarentena), probar las 3D (y no
consigo encontrarles la gracia), el celofán del mini Babybell® (y lo veo todo
demasiado colorao), utilizar la bola de cristal (¡Un futuro negrísimo, cari!), e incluso hacerme con unas gafas de sol (que perdí a la semana de
habérmelas hecho, como manda la tradición). Pero nada, chavales, que no consigo
enfocar esta nueva anormalidad. Creo que la solución está en echar mano de uno
de esos libros que los monstruos esperábamos con ansia viva y buscarle así la
perspectiva optima a la vida.
El título en cuestión es A
través. El universo de un hombre de Tom Haugomat, artista francés con cierta debilidad por el arte secuencial (vean su Marche ou rêve y me entenderán), y que ha sido publicado finalmente en
castellano (¡Estaba tardando mucho!) por Adriana Hidalgo en su colección
Pípala. Galardonada con una mención especial en la Feria de Bolonia del 2019,
esta obra que muchas librerías han clasificado como novela gráfica (he aquí otro ejemplo de que las fronteras entre el álbum y este otro género cada vez son
más difusas, y que me ha traído a la mente otros títulos como Aquí de Richard McGuire), se interna en la historia de un hombre cualquiera con una
profesión especial a través de un juego de perspectivas visuales sin más
referencias textuales que unos pies de foto donde se establece el marco espacio-temporal.
Todo empieza en marzo de 1956, en Mud Bay, Ketchikan, Alaska,
fecha y lugar en las que el pequeño Rodney abre los ojos por primera vez. Crecerá,
estudiará, soñará, se enamorará, será seleccionado para participar en los
programas de la NASA, se entrenará como astronauta y viajará a la luna. También
hay lugar para el desamor, la tristeza, la soledad y el duelo, que marcan
cualquier ciclo vital.
Aunque esto ya es bastante, también hay que hablar de
diferentes recursos narrativos y aspectos técnicos que contribuyen a construir un discurso con bastantes
vueltas de tuerca.
En primer lugar, podemos
diferenciar dos tipos de ilustraciones dentro del corpus de esta obra. Por un
lado las de tamaño reducido enmarcadas en el blanco de la página, y por otro,
las que ocupan completamente la doble página.
Las primeras, como si de una secuencia cronológica de
fotografías se tratara, se presentan por parejas complementarias en cada doble
página. La de la izquierda suele presentar una escena en la que los personajes
contemplan lo que les rodea a través (he
aquí el título de la obra) de diferentes elementos. Los barrotes de la cuna,
una ventana, el telescopio, unos prismáticos o la pantalla del televisor, son
objetos cotidianos por los que penetra la mirada de unos personajes que suelen
dirigirla hacia la derecha, una pista que invita a descubrir en la página de al
lado la escena que están viendo. (N.B.: En parte, este recurso me recuerda al
juego predictivo de perspectiva espacial utilizado por Itsvan Banyai en Al otro lado).
Sobre las ilustraciones de gran formato, además de romper el
ritmo narrativo -muy necesario en una obra tan larga como esta-, establecen
preguntas sobre las dimensiones del universo y la relación de sus elementos. Desde las mariposas que
revolotean sobre las flores (unos insectos a los que ya el autor presto atención en La chenille, la chrysalide et le papillon, una obra inédita en nuestro país), hasta los astros del cosmos. La mirada se desborda y amplía la curiosidad del observador, tanto del protagonista, como la nuestra propia.
Tampoco se nos debe pasar por alto que en la mayor parte de
las ilustraciones, el autor prescinde de los rasgos faciales, no hay caras
definidas, otro recurso que ayuda al lector a crear un reflejo propio, ya que
no sólo es espectador de la acción, sino que participa de ella. Nos convertimos en
un personaje más, interpelamos nuestra propia historia mientras contemplamos otra ajena. Y si no me creen sólo tienen que fijarse en el troquel de la tapa ¿Por qué esa forma que recuerda a los prismáticos? ¿Seremos meros voyeurs, espías de lo ajeno?
Por último cabe decir que con una limitada paleta de color (se
utilizan mayormente cuatro colores: amarillo, rojo, azul y negro), este joven
artista cuyo trabajo se ve influenciado por el de otros como Eyvind Earle,
Blexbolex, John McNaught o Shoji Ueda (les dejo los nombres para que
investiguen ustedes mismos), consigue dotar a la historia de una atmósfera retro
y minimalista (es lo que tienen los colores planos sin contorno), que ensalza
una narración vibrante, sugerente, irónica, evocadora y emotiva. Algo que para
una vida, ya es bastante.