Reconozco que mi curiosidad no tiene límites y que, muchas veces, la inmensa mayoría, me excedo hasta cuotas pecaminosas por querer aprender de esto y de lo otro. No sé de dónde vendrá tamaña voracidad por el conocimiento (muchas veces inútil, la verdad) pero me gusta hacer gala de ello.
No-sé-quién me definió en cierta ocasión como un “personaje del Renacimiento”, léanse Leonardo Da Vinci o Erasmo, hombres muy duchos en todo tipo de materias, a lo que respondí con una sonora carcajada, ya que, si un servidor es algo, sin duda es un catacaldos, definición a la que me acojo a tenor de mi desorbitada afición por picar todo tipo de mierdas, cosa que, bien pensada, se me hace más sugerente que dedicar el tiempo a observar embobado Gran Hermano o el estilismo de la Belén Estebán, cosa que también es necesaria… ¿o no?
Estoy en contra de todo tipo de reverendos pseudointelectuales que, desde todo tipo de palestras, vociferan enconando a la población, instando a la quema de estos personajillos de tres al cuarto que venden su alma a la mejor exclusiva y nos dejan embobados con suculenta carnaza.
No se dejen engañar, los personajes, que no las personas, siempre han sido necesarios para la humanidad. Un personaje, bien sea literario, televisivo o político, encarna un prototipo con el que el lector, el espectador, se identifica, sobre el que se vomitan los miedos, los anhelos, las frustraciones, las sonrisas o, incluso, el amor perdido. Los personajes no dejan de ser un reflejo, individuos y actores que concentran el testimonio de la colectividad humana, así que, disfruten de ellos y, si es necesario, destrípenlos.
Y hablando de personajes, he creído necesario, en honor a mis compañeros de grupo de lectura para profesores, a mi madre (gran lectora ella) y a mí mismo, sugerirles la lectura de una novela un tanto coral y algo esquizoide, una obra de Truman Capote, en parte autobiográfica y altamente recomendada para adolescentes con algo de cabeza, donde los personajes –extremos e hilarantes- son los verdaderos protagonistas de eso que es el fiel retrato de la vida: la literatura.
CAPOTE, Truman. 2008. El arpa de hierba. Barcelona: Anagrama.
No-sé-quién me definió en cierta ocasión como un “personaje del Renacimiento”, léanse Leonardo Da Vinci o Erasmo, hombres muy duchos en todo tipo de materias, a lo que respondí con una sonora carcajada, ya que, si un servidor es algo, sin duda es un catacaldos, definición a la que me acojo a tenor de mi desorbitada afición por picar todo tipo de mierdas, cosa que, bien pensada, se me hace más sugerente que dedicar el tiempo a observar embobado Gran Hermano o el estilismo de la Belén Estebán, cosa que también es necesaria… ¿o no?
Estoy en contra de todo tipo de reverendos pseudointelectuales que, desde todo tipo de palestras, vociferan enconando a la población, instando a la quema de estos personajillos de tres al cuarto que venden su alma a la mejor exclusiva y nos dejan embobados con suculenta carnaza.
No se dejen engañar, los personajes, que no las personas, siempre han sido necesarios para la humanidad. Un personaje, bien sea literario, televisivo o político, encarna un prototipo con el que el lector, el espectador, se identifica, sobre el que se vomitan los miedos, los anhelos, las frustraciones, las sonrisas o, incluso, el amor perdido. Los personajes no dejan de ser un reflejo, individuos y actores que concentran el testimonio de la colectividad humana, así que, disfruten de ellos y, si es necesario, destrípenlos.
Y hablando de personajes, he creído necesario, en honor a mis compañeros de grupo de lectura para profesores, a mi madre (gran lectora ella) y a mí mismo, sugerirles la lectura de una novela un tanto coral y algo esquizoide, una obra de Truman Capote, en parte autobiográfica y altamente recomendada para adolescentes con algo de cabeza, donde los personajes –extremos e hilarantes- son los verdaderos protagonistas de eso que es el fiel retrato de la vida: la literatura.
CAPOTE, Truman. 2008. El arpa de hierba. Barcelona: Anagrama.