Y como no, además de dos velas sobre la tarta, también he de coronarla con una guinda: ¡qué mejor que un libro!... Y en honor a ese, el culpable de todo este embrollo, a quién robé el nombre de este lugar, el título elegido es Dídola, pídola, pon o La vida debe ofrecer algo más, del genial Maurice Sendak (editorial Kalandraka).
La obra está protagonizada por Jennie, la perra de raza Shealyham-Terrier que acompañó a Sendak hasta el año en el que se publicó esta historia (1967), un tributo en vida hacia una compañera que no sólo apareció en este libro, sino en otros anteriores como La ventana de Kenny, El letrero secreto de Rosie, Donde viven los monstruos y el descatalogado Héctor Protector y Cuando yo iba por el mar.
Veamos: la perrita Jennie encarna a la típica niña pija que está más que harta de vivir una vida sin fuste y repleta de comodidades, que pasa sus horas preguntándose si merece la pena una existencia tan estática. Al final, como si de una Paris Hilton más se tratase, decide largarse y comprobar que el mundo tiene algo más que ofrecer: aventuras a raudales, sinsabores de todas clases y vértigo, ese vértigo que le da valor al correr de las agujas del reloj (N.B.: Me encantan las palabras que terminan en “j”, ¿a ustedes no?).
Resumiendo: que tanto la Jennie, como la Fani, la Sarai, el Cristofer, la Janira y el Yonatan, necesitan comprobar por sí mismos que el mundo, cuando abre sus puertas de par en par, puede parecer enorme, complejo e incluso paradójico, pero jamás defrauda.