No es lo mismo estar deslenguado que ser lenguaraz. Al desvergonzado nada le puede si mantiene la boca cerrada, mientras que el mutilado, si abre dicho orificio, la caga y su derredor se figura contenida carcajada. Paradojas del lenguaje y mofas aparte, hoy les invito a un entierro. No creo que sea esta una despedida triste, créanme, hay funerales que parecen un festín… No por la alegría contenida de unos, ni por el mar de lágrimas que derraman otros, tampoco por la de grescas que se lían por los bienes a heredar, ni por ese par de tórtolos que han encontrado el mejor lugar para dedicarse unos arrumacos. Este entierro tiene, más que gracia, ironía (no se asusten, no es comparable a L’elogio funebre de Alberto Sordi). Ironías de la vida, ironías por el que ha muerto. J. D. Salinger.
Jerome David Salinger fue un hombre de paradojas, mofas e ironías. Paradojas por desear un éxito que, a la postre, lo recluiría como un eremita, apartándolo del mundo y aislándolo en el ataúd de la vida. Mofas por su prosa, lúcida, radiante, vertiginosa, inmediata, sencilla y directa, riéndose de esa otra que se le antojaba de segunda clase, riéndose como se ríen los adolescentes que todavía son niños, como se ríen los adolescentes que aún no son adultos. Ironías las de sus palabras, las de sus personajes, las de las situaciones narradas, las de hoy, nunca las de ayer, esas que pertenecen a otro siglo.
Salinger fue un autor moderno, tan moderno que fue americano, como la sociedad moderna de hoy. Quizá Holden Caufield era de otro momento, pero su gorra roja sigue tan vigente como cualquiera de las de hoy día.
Hace años que leí El guardián entre el centeno. No me sugirió nada del otro mundo. Me pareció irremediablemente simple, tanto, que se me figuró tonta. ¿Qué podía aportarme un chico que vagabundeaba entre prostitutas, taxistas y vividores…? Hoy ya he cambiado –o eso creo- y sé que Holden era dueño de algo que me faltaba en aquel momento: lucidez. Por eso Salinger lo eligió guardián, nuestro guardián.
No sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porque se ha muerto. Sobre todo si era cien veces mejor que los que siguen viviendo.
Jerome David Salinger fue un hombre de paradojas, mofas e ironías. Paradojas por desear un éxito que, a la postre, lo recluiría como un eremita, apartándolo del mundo y aislándolo en el ataúd de la vida. Mofas por su prosa, lúcida, radiante, vertiginosa, inmediata, sencilla y directa, riéndose de esa otra que se le antojaba de segunda clase, riéndose como se ríen los adolescentes que todavía son niños, como se ríen los adolescentes que aún no son adultos. Ironías las de sus palabras, las de sus personajes, las de las situaciones narradas, las de hoy, nunca las de ayer, esas que pertenecen a otro siglo.
Salinger fue un autor moderno, tan moderno que fue americano, como la sociedad moderna de hoy. Quizá Holden Caufield era de otro momento, pero su gorra roja sigue tan vigente como cualquiera de las de hoy día.
Hace años que leí El guardián entre el centeno. No me sugirió nada del otro mundo. Me pareció irremediablemente simple, tanto, que se me figuró tonta. ¿Qué podía aportarme un chico que vagabundeaba entre prostitutas, taxistas y vividores…? Hoy ya he cambiado –o eso creo- y sé que Holden era dueño de algo que me faltaba en aquel momento: lucidez. Por eso Salinger lo eligió guardián, nuestro guardián.
No sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porque se ha muerto. Sobre todo si era cien veces mejor que los que siguen viviendo.
1 comentario:
Son bien lindas las ilustraciones. Yo lo leí de mayor y no me impresionó. Será que hay que leerlo de adolescente, o en un momento concreto. Le daremos una segunda lectura algún día...
La duda es una virtud. La certeza es mentira.
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