Se
han terminado las vacaciones y muchos habrán regresado al mundanal ruido con la
melancolía propia de los niños. El ajetreo, el gentío y el sinvivir de las
grandes ciudades poco tiene que ver con el sosiego y recogimiento de los
pueblos (sean de interior o costeros… eso, a gusto del consumidor…) que muchos
creen encantadores y maravillosos… No les llevaré la contraria cuando se trate
de tretas turísticas que poco nos sumergen en el día a día local, pero
discreparé con todas mis fuerzas cuando se atrevan a decirme que prefieren lo
cotidiano de una pequeña localidad a la vida en la urbe.
Los
que me conocen saben de mi acérrima enemistad con aldeas y villorrios, unos
lugares que, a pesar de necesarios (también hay que reconocer sus bonanzas, no
soy tan necio, ni abogo por cerrarlos), no permiten el aperturismo a nuevas
ideas y otros menesteres, léanse comerciales o educativos. Quizá a muchos les
encante pulular en un microcosmos donde todo es conocido y todo se esconde,
donde dar buena cuenta de la casa ajena es más necesario que conocer las
miserias propias, donde los amigos son a la vez enemigos y donde la envidia
alcanza su cota máxima (un pobre teniendo en deseo lo de otro pobre... Pa’
morirse…).
Aunque
lo de algunas ciudades tiene usía (no todos los males son exclusivos de villas
y poblaciones de pequeño calibre), un servidor prefiere las temibles
temperaturas del asfalto, unas que, aunque acogen el corazón con menos pasión y
más silencio, permiten al individuo ejercitarse en eso de la independencia, lo
llevan por caminos desconocidos (igual de buenos o igual de malos aunque menos
transitados) y permite preservar el anonimato (¡que ya está bien de tanto
chisme innecesario!). Eso de salir a la calle, de ver gente pasar, de sentarse
en un banco e imaginar lo que mueve el tránsito de los desconocidos, de ponerse
a hablar con cualquiera, de que los corsés no aprieten…, eso no tiene precio.
Es
por ello que hoy, para todos aquellos que sufren en soledad los agobios del
tráfico, el ir y venir de los transeúntes, los andenes a rebosar del metro y
los altos edificios que tapan el sol, les traigo El pequeño Elliot en la gran ciudad, un álbum de Mike Curato
(Ediciones B – Colección B de Block) que nos trae una hermosa historia de
amistad que empequeñece las ciudades y engrandece los corazones.
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