Está claro que los
adultos vivimos llenos de miedos... Miedo al jefe (mansos o despotas,
da lo mismo...), a los compañeros (algunos de armas tomar), al paro
(¡qué sitio tan peliagudo!); miedo a la suegra (¡temibles!), a los
cuñados (sobre todo cuando se abre una botella de vino) e incluso a
los padres (cuando envejecen y la terquedad los posee, ¡pfff...!).
También hay miedo a las enfermedades (pero poca vergüenza...), a
las agujas (yo nunca miro...) y a los médicos (matasanos los
llaman). Hacienda nos da mucho miedo (“¡Que me toque devolver!”
Dijo compungido...); la justicia y los abogados (No hay tu tía: se
inventaron para los ricos), igual. Invertir en bolsa y que suba el
Euribor producen pavor a los pobres. El coche, el barco y el avión
también surten efecto con esto de las fobias. Se habla también del
miedo a los animales: serpientes, avispas, perros, gatos y
mosquitos... Vamos, que es más fácil decir que vivimos jiñados,
que andarnos con tanta tontería.
Lo peor es que
extrapolemos esos temblores a los niños. No cabe ni la menor duda de
que la sobreprotección y estado paranoico paternales (no sé qué
pasa pero en cada puerta de la escuela hay un psicópata robando
niños...), está minando la libertad infantil, algo que produce
estados de ansiedad cada vez más frecuentes y poca independencia a
la hora de tomar decisiones.
Lo peor de todo, no es
que los grandes estemos temerosos y acojonados, no. Lo peor viene
cuando alguno se sale del tiesto y le echa arrojo a la vida, y los
demás tratamos de denostarlo, llamarlo pirado y colgarle un
sambenito que rece “tonto” o “chalado”, algo que han empezado
a copiar los niños y que debería de avergonzarnos.
Sin entrar en la
dicotomía realismo-idealismo de Don Quijote y Sancho Panza (a veces
los libros nos hacen cometer locuras... ¡Pero que locuras tan
hermosas!), deberíamos lanzar las críticas sobre nosotros mismos y
dejar que los niños, esos seres curiosos, valientes y osados que
deben crecer entre la yerba, las ramas de los árboles y las orillas
de los ríos, nos den lecciones para no temerle a la vida, y buscar
así un camino que, aunque esté en mitad de un bosque, en la
madriguera de un zorro, allí donde cantan los grillos, o en el lugar
donde Tina, la protagonista de La vaca que se subió a un árbol
(un álbum ilustrado maravilloso de Gemma Merino y publicado por
Picarona), encuentra el vuelo de los dragones, les llene de ilusión
para seguir con la vida que hace poco han empezado. Y de paso,
también descubrírsela a los demás, toda una hazaña en este mundo
en que nos quedamos acongojados ante la mínima adversidad.
El mundo es de los valientes....
ResponderEliminarMe gusta la entrada y las ilustraciones.
El mundo es de los valientes....
ResponderEliminarMe gusta la entrada y las ilustraciones.
¡Ay Miriam, vuelvo a verte doble! El libro es sencillamente maravillosoooooo.
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