Tras
las bombas de Bruselas y mientras preparaba un montón de líos
pendientes (que a día de hoy todavía no sé si he desliado), se
han agolpado en mi cabeza una serie de pensamientos (cada uno que los
considere como quiera) sobre el impacto (o no) que los libros
infantiles y la cultura tienen en la concepción de la vida real y, aunque no ha sido muy reconfortante, se los traslado en esta entrada.
Que
la cultura, ese concepto tan amplio, es una extensión del
pensamiento y nace de la propia experiencia humana, tanto personal,
como colectiva, es un hecho (N.B.: Siento ser tan simplista y
reduccionista, pero si no les gusta este razonamiento cojan a Hume,
Locke, Ortega o al intelectual de turno que prefieran, y háganse las
pajas mentales oportunas). Los hombres tomamos las referencias que
nos trae el paso del tiempo, las procesamos y las transformamos en
unas ideas que, a corto o largo plazo, nos pueden proveer de cierto
bagaje para entender (o no) la realidad. Dentro de lo vasta que es la
cultura podemos encontrar un ramaje muy diverso, donde cabe el arte, que se manifiesta en forma de productos. Las fotografías, el cine,
la moda o los libros son artefactos que intentan promover (o no)
diferentes, recahuchutadas, o incluso las mismas ideas en todo aquel
que decide dejarse seducir por ellas (a veces pienso que la cultura
depende de dos factores: curiosidad y decisión).
De
entre todas las creaciones culturales que disponemos en la sociedad
occidental (hay tantas culturas como sociedades, no lo olviden), yo
me dejé llevar hace tiempo por el libro infantil, concretamente por
el álbum ilustrado, del que me he ido impregnando (o no) a lo largo
de los años. Muchas son las ideas que todos estos productos
culturales llamados libro-álbumes ofrecen (no me voy a meter en
valorar el amplio espectro cualitativo, sería demasiado para este
provinciano cateto) y una muy frecuente es la de apostar por
enfrentarse a los miedos para que el lector se sienta algo más libre
e independiente, y no viva encadenado a ellos.
Si
tenemos en cuenta que un sinfín de libros recogen ideas como esta en
las que la libertad clama al cielo y aparcar así las pesadillas
personales, deberíamos concluir con que las sociedades occidentales
actuales (consecuencia de esos niños que llevan expuestos a estos
libros y mensajes durante más de treinta, cuarenta o cincuenta años)
están preparadas y son capaces de dar un paso hacia delante para
intentar dirimir el panorama adverso y no claudicar ante el terror
que los ataques terroristas, las matanzas y las extorsiones suponen
en una sociedad adulta..., pero como la cultura no lo es todo, la
realidad es otra cuando el miedo llama a la puerta.
No sé
si se deberá a las convenciones, a lo políticamente correcto, al
buenismo, al intervencionismo de estado o a la degradación
intelectual, pero la actitud que corre por las calles de Bélgica
durante los últimos días denota, no sólo pavor, cierta decadencia
y la vergüenza de una sociedad poco articulada y carente de libertad
(organizar manifestaciones en contra del miedo y desconvocarlas por
miedo a las consecuencias es un claro ejemplo de que Oriente y Occidente cada vez se
parecen más: viven igual de acojonados aunque por diferentes
causas...), sino que la cultura no es lo suficientemente penetrante
en la sociedad y que sus discursos son insuficientes a pesar de los
esfuerzos invertidos.
Todo
esto me lleva a pensar que no son la cultura ni la contracultura las
que están soterrando los cimientos de nuestra existencia, sino que es la propia sociedad la que está dinamitándose a sí misma con
instrumentos como la política, los medios de comunicación de masas,
el victimismo o los prejuicios colectivos, una dicotomía que cada
vez vislumbro más en los argumentos liosos y enrevesados a pie de
calle, en las barras de los bares o en el congreso de los diputados.
Entonces... ¿Para que nos empeñamos en dar forma a estos mensajes?
¿Tienen validez o son papel mojado? ¿Está la cultura emborrachándose de discursos vanos, impropios? ¿Es tan independiente como debería ser?
Mientras
piensan en ello o me ponen de vuelta y media, me voy a leer
Hay un cocodrilo debajo de mi cama de Mercer Mayer
(Corimbo), un clásico ilustrados en el que el protagonista decide
plantarle cara a un reptil que supuestamente le quita el sueño con
un poquito de estrategia, un par de huevos y una pizca de sorna.
Y lo dicho: correr es de cobardes.
Consultando a Bruno Bertlein y su obra psicoanálisis de los cuentos de hadas se soluciona el probñlema
ResponderEliminarSerá Bruno Bettelheim... ¿Algo rebuscado, no? Un saludo, Maritza.
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