Cuando pongo los desconocidos se enteran que me dedico a la enseñanza, aparte de
quedarse un poco boquiabiertos (¿creerán que me dedico al yoga o a
la cría de crustáceos?), generalmente se compadecen de un servidor.
Tras el “mire usté”, el “¡Qué mal está la docencia!”,
el “¿Los niños de ahora? ¡In-su-fri-bles!”, y unas cuántas
exclamaciones más, yo sonrío, le quito hierro al asunto y digo que
no es para tanto (tengo un callo en el cerebro que me permite
trabajar con adolescentes desde una cercanía prudente que no me
afecta durante el resto del día).
Luego están los que me
conocen de verdad, esos que se ríen a sabiendas de que a los jóvenes
y a un servidor nos separa el canto de un duro, y que un encontronazo
entre ambas facciones puede ser fatídico, capaz de desatar una
guerra nuclear... Así que, mejor llevarnos bien. Piano. Pero, ¿cómo
hacerlo?...
Tras más de una década
en esto, he llegado a la conclusión de que mis alumnos quieren que
se les trate como a personas (lo que son), con problemas reales (que
otra diva te haga sombra o que te deje de hablar tu mejor amigo, es
de vital importancia para cualquiera, independientemente de la fecha
de nacimiento que ostente en el D.N.I.) y desde la sinceridad (no soy
partidario de hablarles como a los animales de compañía). Hay que
entenderlos y ponerse en su lugar, sobre todo por la repercusión que
eso tiene a la hora de clase. Y si no lo haces: agárrate los machos.
Aparte de las faltas de
respeto -todos las llevamos mal, sobre todo si denotan mal gusto- y
la ausencia de filtro (Denoten que no es algo exclusivo de la
juventud... En el mundo de los adultos también hay mucho gilipollas
y nadie dice na'...), la única cosa que me saca de quicio a la hora
de interaccionar con mis alumnos es la impertinencia... Cuando un
alumno toma como modus operandi el repetir tu nombre unas sesenta y
dos veces a lo largo de los cincuenta minutos que dura una clase,
interrumpirte para hacer comentarios estúpidos, contestar de manera
insolente y poco acertada, dar buena cuenta de lo sabio e instruido
que es y un largo etcétera de comportamientos más, me dan ganas de darle
en la cepa de la oreja como a los conejos y despabilarlos de una.
Si no me entienden, les
ilustro: es como cuando un padre quiere leerle un cuento a sus hijos
y, sin saber por qué extraña razón, es imposible hacerlo. Ponen
pegas, se adelantan, no escuchan, están inquietos por conocer el
final... Vamos, como la protagonista de ¡No imterrumpas, Kika!,
un libro de David Ezra Stein (editorial Juventud) muy simpático, que
tiene sus años y muy conocido en el mundillo paterno, que nos
habla de chicos nerviosos, impacientes y lectores. Si le echan un
vistazo, quizá encuentren cierto parecido con alguno de sus hijos (o
alumnos, como en mi caso), o quizá también hallen la fórmula para paliar
tanta ansia viva. Luego me cuentan...
No me extraña nada que te lleves bien con tus alumnos pues tienes la habilidad de provocar la curiosidad que, según mi opinión, es una de las fuentes del aprendizaje. Voy volando a buscar este libro...
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