Súbditos de la era
tecnológica y del ciberespacio, nos hemos vuelto adictos a esos
lugares que llenan la fantasía pero vacían el corazón.
Aplicaciones, redes sociales y páginas varias se han convertido en
la pensión emocional de medio mundo. Más por lo que ofrecen (la
mayoría de las veces humo) que por lo que dan, estas parcelas
virtuales que conectan al orbe entero a través de las pantallas de
los móviles, tabletas y ordenadores, no dejan de ser meros refugios
de una sociedad voluble y capada sentimentalmente que busca en
Internet algo que es incapaz de encontrar en sí misma.
Distintos caminos llevan
a ese espejismo frugal que, a pesar de su apariencia paradisíaca, no
deja de ser un páramo inerte. Y es así como muchos se esconden tras
esa neblina confusa para dar rienda suelta a sus propias mentiras,
otros se decantan por vomitar las grandilocuencias de su
insignificancia, y todos subsisten contentos, derrochando falso éxito
pero rebozándose en la misma mierda, en arquitectura efímera de
tres al cuarto.
A mi juicio, razones de
lo más variopintas nos llevan a este término, pero suelen ser los
miedos y complejos personales los que nos conducen a ese lugar en el
que monstruos indeseables nos acechan. Es por ello que el hombre ha
inventado artilugios, llámense libros, videojuegos o feisbuq, para
hacerles frente y poder así trascender a lo mundano.
Dejando a un lado las
cuitas de la vejez, esas que demonizan lo nuevo y ensalzan el pasado
(¡Cómo si sólo se pudiera vivir en otras epocas en las que los
instrumentos para la felicidad eran más básicos!), también he de
decir que soy consciente de las virtudes de estos avances, pero es
innegable que la mayor parte de las veces, tocar, acariciar, besar y
sentir acaban siendo el mejor de los refugios, un abrigo cálido.
¿Por qué se llenan de
móviles las mesas a la hora de comer? ¿Por qué las miradas dejan
de cruzarse? ¿Por qué nos perdemos en otras personas, en otros
lugares? Hemos interiorizado la necesidad de lo virtual más de la
cuenta y nos miramos poco a los ojos, nos regalamos poco cariño,
algo de lo que no nos damos cuenta hasta que ya no podemos darlo.
Piensen en ello mientras
les susurro al oído que me encantan los abrazos, muchos abrazos...
Campbell, Scott. 2016. La
máquina de los abrazos. Andana Editorial.
¡Genial!. Gracias
ResponderEliminar¡De nada, Lola!
ResponderEliminarPrecioso libro...¡Lo quiero!
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