Mi abuela es mediana,
lampiña, suave; tan tranquila por fuera, que se diría toda de
candor...
Mi abuela es tremenda y
el otro día cumplió noventa, ¡que ya son! Tiene un lustre que
para qué y como siga sin moverse, va a salir rodando. Que los años
son un lastre no es ninguna novedad, pero lo de mi abuela es
sobrenatural: ni colesterol, ni hipertensión, ni azúcar. Una miaja
de fatiga, y poquito más (Tánto, que hasta sus amigas le desean el
mal: “Paca, ya era hora de que te pasara algo..., ya era hora...”).
Cada vez tengo más clara su ascendencia nipona, a pesar de que
ostenta un apellido español en vías de extinción. Se calienta la
cabeza poco (Las preocupaciones no son buenas, así que, últimamente,
empiezo a pensar que dejar los problemas a un lado es la única
manera de rozar la centena), a pesar de que, como a cualquiera, le
han punzado las penas.
A esta mujer le extrañan
pocas cosas. Ha visto (y vivido) mucha miseria (no hace falta que les
recuerde lo que era España hasta los años 80..., ¿o sí?), y para
mi gusto, poco se ha quejado. Como buena bracera, ha trabajado como
una negra: cinco hijos y recogiendo acelgas, espinacas o ajos,
lavando la ropa entre el hielo, limpiando cuadras o cocinando. Lo
peor de todo es que, aunque hoy vive a cuerpo de reina, es consciente
de que la social-democracia la ha convertido en una inútil (según
ella ya no sabe ni cocinar, ni fregar, ni planchar... ¡Menuda estrategia!).
Mi abuela, la única que
me queda, es un rato moderna. Se casó con algún hijo parido (que en
aquellos años, era tela), y pantalones, de las primeras. Lo entiende
todo aunque se haga la tonta (será de los pocos beneficios que
acarrea la sordera) y, cuando encuentra algo raro, reza su coletilla
favorita: “Se ve que es lo que se lleva”. Es una abuela de
asfalto (la primera vez que pisó un pueblo fue cuando contaba
ochenta...), muy espabilada y despierta.
A pesar de que en su
temprana vejez mi madre se empeño en matricularla en el aula de
alfabetización de adultos (y así, entretenida, ni traía ni
llevaba), no hubo manera de que terminara “juntando las letras” y
se ha quedado como en sus años de escuela. Una pena... Más todavía
teniendo en cuenta que el pasado jueves le podía haber regalado Las
arrugas de la abuela, lo último de Simona Ciraolo y publicado en
castellano por la editorial Andana. Y así podíamos haber trasladado
esta hermosa conversación de una abuela con su nieta, a esas
anécdotas e historietas que, cuando éramos pequeños, nos contaba
entre siesta y siesta... ¡Pasar no pasa nada! ¡Sólo que tendremos
que leérselo nosotros a ella!
Pero que maravilla de ilustraciones y que maravilla el texto con el que se acompañan. Gracias!
ResponderEliminar¡Me alegro de que te gusten! ¡Espero verte por aquí más a menudo! Un abrazo.
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