Ser uno mismo puede
parecer un ejercicio muy sencillo o muy difícil según se mire,
sobre todo en lo que se refiere a los demás. Cuando los que nos
rodean nos dejan campar a nuestras anchas y viven preocupados por
vicisitudes propias en vez de ajenas, hacer el mono puede ser un
camino de rosas. En cambio, cuando la gente se empeña en apuntar con
el dedo o vivir a costa de estereotipos y prejuicios, la cosa se pone
chunga, más que nada porque hay que darle al interruptor
-desenvainar se ha quedado obsoleto- de la espada láser y liarse a
mandobles.
Seguramente ahora saltarán a la palestra maminazis de todos los puntos cardinales pidiendo un poco de decoro (¡Shhhh!
¡Román, mide tus palabras! ¡Un poco de responsabilidad! ¡Di no a
la violencia!), a las que haré caso omiso para seguir con mi lucha
intergaláctica. No obstante y para no derramar mucha sangre, calmaré
los ánimos haciéndoles saber que soy más
partidario de las zascas, el cinismo y la sorna, que de amputar
miembros (viriles o no). Para el que no quiera ponerse en modo
guerrero ninja, que al menos se ría.
No sé qué hay de malo
en decir ciertas cosas... Parece que últimamente todo debe ser
suavizado, dulzón, inocuo, deslavazado. Y como sigamos así,
llegaremos a un punto sin retorno en el que nos dejaremos avasallar
por las masas, perderemos la identidad, y, más que sosos, nos
dejaremos marchitar en pro del buenismo, el intervencionismo y la
sociedad de la postura y el desamparo.
¡Qué pijo! ¡Yo soy
quien soy! Un poco de aquí, otro poco de allá, un poco por delante
y otro poco por detrás. También deslenguado y un poquito canalla.
Pero lo peor de todo sería que se dejaran guiar por las apariencias,
por habladurías, por estas palabras que escribo, este aire circense,
y no me dieran una oportunidad. He ahí la libertad para conocerse,
para opinar y, si no cuaja, dejarse de hablar (¡Aguantarse
nunca! ¡Sufrirnos jamás!).
Es por ello que será
preferible practicar ese ejercicio tan saludable de dejar entrar a
todos aquellos que hemos juzgado sin dilación y tachado de esto o lo otro, que arrinconarlos a tenor de unas siglas
mal llevadas, un comentario poco afortunado o coincidencias que
parecen otra cosa.
Y si no quedan
convencidos por mis palabras les invito a leer uno de esos libros que
gustan a todo el mundo (incluido yo mismo..., ¡será que en el fondo
soy un comercial y un sentimental!). Rojo. Historia de una cera de
colores de Michael Hall y editado por Takatuka, es una metáfora
en forma de álbum con la que muchos nos sentimos identificados. La
sociedad y sus presiones, etiquetas y sambenitos, las oportunidades
que nos brindan los aperturistas, toques de humor con sabor
agridulce, y detalles que amplían la historia (¿se han fijado en
las guardas?) son buenas bazas para una historia que sabe abrirse
camino por sí sola sin efectismo y sinceridad.
A mí me gusta. Espero
que a usted también. Y si no, tan amigos.
Lo imprevisible, lo sorprendente siempre es mágico. Romper las expectativas es mágico. ¿Las etiquetas son para romperlas, o para oponerse a ellas, o para escondernos? En cualquier caso, el primer camino es conocernos, valorarnos. Lo demás, ya llegará.
ResponderEliminar¡qué buena pinta tiene este libro!
El atractivo de lo imprevisibles, querida Miriam. ¡Un abrazo y no gastes mucho en libros!
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