Si me siguen con asiduidad, sabrán de la historia de amor
que tuvo este menda con Robinson Crusoe. La he contado muchas veces. La de ese
niño que, animado por su padre, rebuscaba en los cajones de saldos de las extintas
Galerías Preciados algún libro con el que mitigar su voracidad lectora. Es así
como echó mano de la obra de Defoe. La versión íntegra en una edición de la
editorial Orbis en la que casi me dejo la poca vista que tenía (y tengo, que la
miopía sigue su cauce) debido a su letra minúscula.
Era pequeño. Unos nueve años. Los libros ilustrados hacía un
tiempo que se me habían quedado pequeños y le iba tirando a las novelas. Unas
veces con enjundia y otras de chichinabo, lo mío era levantarme temprano y
darle al vicio, que para eso la casa estaba en silencio (siempre he sido muy
maniático respecto a eso).
Robinson me cogía de la mano y me llevaba de un lado a otro.
Haciendo y deshaciendo, inventando y reinventando. Me encandiló su manera de
darle forma al barro, de defenderse de las bestias, de buscar sustento en
cualquier lado. Yo no veía en Robinson todo eso que dicen sobre el sexo, la
religión y la justicia. Me daban exactamente igual. Yo sólo veía un hombre con
afán de sobrevivir, que no cejaba ante la derrota. Al creador de un microcosmos
particular donde la creación de lo cotidiano era un regalo.
Me jodió que Viernes hiciera acto de presencia, no lo voy a
negar. En calidad de voyeur había establecido una estrecha relación con aquel
tipo tan inteligente, y la llegada de un tercero me rompió los esquemas. Estaba
celoso de aquel aborigen que compartía páginas y peripecias con el héroe.
Devoré el libro hasta el final. Me quedé lleno. Lleno de lo
salvaje de la naturaleza, de nuevas y antiguas formas de habitar el mundo, de
tantas cosas que tienen que ver conmigo mismo, que años más tarde, cuando
empecé a darle vueltas a la crítica literaria me molestó que relacionaran la
obra cumbre de Defoe con temas tan escabrosos como el colonialismo y el
imperialismo (aunque fueran verdad). Para mí, Robinson siempre sería Robinson,
una idea que ha regresado a mi cabeza estos días cuando de golpe y porrazo me
he topado con Robinson el nuevo libro
de Peter Sís cuya versión en castellano está al cargo de la editorial Ekaré.
Se ve que el genial ilustrador y un servidor comparten
(super)héroe de niñez, algo que me sorprendió gratamente pues no es una
coincidencia muy frecuente (¿Existirá una explicación?). Después de sonreír
contemplando la hermosa portada (ese niño, esa barca, esa vela…), me adentré de
nuevo en el universo más autobiográfico de Sís, ya que en esta historia nos
narra un episodio de su infancia en el que el autor acude a una fiesta de
disfraces caracterizado como Robinson y recibe las mofas y chistes de sus compañeros
entre los que se encuentran sus propios amigos.
Es bastante interesante observar cómo el autor hace de esta
anécdota un inmejorable hilo conductor para establecer paralelismos entre el
naúfrago y el niño protagonista, entre sus amigos y los piratas rescatadores,
entre la isla salvaje de Martinica y su propio aislamiento emocional.
Aparte de esta historia sencilla que también nos habla de la
literatura y sus recovecos (sueños, imaginación y poder terapéutico aparte),
hay que llamar la atención sobre las técnicas que Sís utiliza para iluminar el
texto. Es así como deja fluir las aguadas y el pincel para retomar lo libertino
de la infancia, su frescura y colorido, alejándose en cierta medida de las
formas definidas (hay imágenes muy desdibujadas y fluidas) la también presente
técnica tradicional de su plumilla puntillista que tanto nos encandila.
Les recomiendo su lectura, sobre todo a todos aquellos que
trabajan por y para la lectura y los libros desde un estadio más emotivo que el
propiamente académico, pues siempre quedan en uno los reflejos de aquello que
se ha leído.
Peter Sis es genial y todo lo hace bello. Gracias por la recomendación.
ResponderEliminarRobinson es muy evocador.
Me ha encantado, deseando disfrutarlo!Gracias por tan interesante sugerencia!
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