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miércoles, 28 de noviembre de 2018

Empachos muy divertidos



Lo admito: era bastante tragaldabas. Comía una barbaridad. No lo podía evitar. Devoraba, masticaba y engullía sin cesar. Platos de sopa, de cocido, ensaladas, caldos y pucheros, buenas mojás de pisto, patatas con huevos, ensaladilla o toda la fruta que pillo. Era (y es) un placer (ya saben que hay tres). Daba con auténticos hambrones, que comían la mitad que yo. Todo el mundo me decía que, para lo que tragaba, estaba incluso delgado (apariencias, que el Román ostentaba buenas carnes).
Pero como en cualquier abuso de cuchara, cuchillo y tenedor, solía suceder que en muchas ocasiones liaba la de San Quintín después un gran festín. Porque no me podía mover (hasta que eso bajaba…), sufría indigestiones, aparecían los dichosos gases o el desagradable reflujo. Un latazo, vaya…


Lo mejor de todo vino cuando me percaté de que estos efectos secundarios eran evitables y no hacía falta almorzar bocadillos de media barra con un kilo de guarra (a quienes no la conozcan, les invito a sumergirse en el universo de la longaniza manchega) para estar bien alimentado.
Reconozco que ya no como como antes. Intento ser más comedido, controlar la apertura de mis fauces, no sólo porque hay que embucharse una talla treinta y ocho, sino porque los daños colaterales después de una buena pitanza, pasan a ser mayúsculos, sobredimensionados, si nos habituamos. Destierren los productos precocinados y demás guarrerías industriales, el picoteo y los glúcidos desproporcionados, hagan sus cinco comidas, con frutas, hortalizas y verduras como abanderadas, y obtendrán buenos resultados.


No se equivoquen, que no sólo el hombre vive de resignación. Una vez a la semana concédanse un capricho y entréguense a la opípara pitanza. Disfruten como la Gema y coman más con los ojos que con la boca. ¡Eso es, con ansia viva! ¡Como si les faltara comida! Pero no se olviden de que es algo pasajero o por el contrario, las pasarán canutas… Doscientos mil enanos saltando en el estómago, una manada de trolls jugando a las cartas, o lo que es peor, unos cuantos animales bailando la lambada.
De una idea parecida parten Mac Barnett y Jon Klassen para dar vida a su última creación, una que lleva por título El lobo, el pato y el ratón y ha sido editada en nuestro país por Juventud. Y como es habitual, estos dos pesos pesados de la escena LIJ anglosajona nos vuelven a regalar otro libro en los que detenerse a diseccionar.


A primera vista y haciendo una comparativa con otros títulos del tándem Barnett-Klassen, podemos afirmar que este título parte del surrealismo y el sinsentido que encontramos en Sam y Leo cavan un hoyo aunque no nos sugiera tantas preguntas. Del mismo modo también puede relacionarse con la estructura y forma del cuento tradicional, algo que también se lee en Hilo sin fin con un carácter más poético.
En segundo término hay que decir que este libro es una oda al humor absurdo. Descontextualizaciones en toda regla, salidas histriónicas y giros inesperados ofrecen un ritmo de carcajada muy rítmico. Esas vueltas de tuerca en las que algunos ven claros síndromes de Estocolmo y otros enfermedades mentales, no dejan de estar embebidas en una situación jocosa en la que los buenos se ponen a defender a los malos.


En definitiva, una historia que aúna tradición y modernidad a partes iguales y que me encanta, no sólo por constituir una inmejorable parodia sobre la glotonería, sino por nos explicarnos el origen del aullido de los lobos. ¿Bonito, verdad?



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